Mujeres líderes, expertas y activistas se reúnen para construir la agenda de género de la CDMX
Y en un nuevo regreso, Quetzalcóatl llega a la Ciudad de México.
CDMX
Las olas asaltan las playas y acantilados con irresistible fuerza. A veces silenciosas y sutiles, a veces atronadoras y violentas. Cual ejército invasor penetran hasta el último resquicio y, tras breve pausa, se retiran bajo un manto de espuma blanca que solo anuncia una nueva y pronta acometida.
Fueron las olas las que lanzaron su cuerpo exhausto a la playa, como 500 años antes, para después llevárselo en la resaca hasta el oscuro azul del que hoy regresa.
Como 500 años antes, Quetzalcóatl dejó atrás sus olas y la costa y ascendió a su destino. Chocaría con él como ola, como hace 500 años, para luego volver a hundirse por la rendija del ocaso, hasta que de nuevo sea su tiempo de retornar.
Está vez su camino no fue grato ni pájaros lo acompañaron con su trinar. A cada paso un pedazo de su corazón se desgajaba. Su dolor era brasa en el vientre y vidrios en el pecho. Infinidad de veces se vio tentado a desandar sus pasos y perderse nuevamente en la noche oceánica y no regresar nunca más. Las selvas, o eran devoradas por las ciudades y obras faraónicas, o eran arrasadas por el fuego de sus propietarios a cambio de unas malditas monedas, para, supuestamente, ¡reforestarlas!
Los ríos, otrora de límpido fluir, eran un pastoso y fétido verde sobre el que flotan todo tipo de desechos entre cadáveres de peces expulsados de sus aguas. Las azules lagunas quebraban sus lechos al sol, la basura se agolpaba por todos los caminos amenazando con tragarlo. No alcanzaba a entender cómo la humanidad corría entusiasta y ciega a su extinción.
Al ver los volcanes alzarse sin sus eternas nieves un vacío de muerte se apoderó de él. En sus desérticas cimas su llanto fue de sangre y bilis. ¡Quizás su mensaje llegase esta vez demasiado tarde! Abajo, el valle de la Gran Tenochtitlan, era una plancha de grises sin verdes y sin azules, el infierno sobre la tierra extendiéndose hasta perderse en el horizonte bajo una densa nube café. De las lagunas no quedaba vestigio alguno y ni una sola garza surcaba sus alguna vez transparentes cielos. Solo una enorme maquinaria de destrucción humana avanzando sobre la naturaleza de día y de noche. Locura y destrucción. Huida hacía la nada.
Esta visión lo tumbó convaleciente por siete días. En una cueva sus hermanos águila y serpiente lo acompañaron en su difícil trance. ¿Tendría sentido el devenir? Finalmente, abatido, bajó al vientre del valle infernal a entregar una vez más su mensaje.
Bajo la nube café y su mundo desnaturalizado, solo encontró caos en todas sus expresiones. La gente corría despavorida de un lado para otro con cara de enojo, delirio, tristeza y miedo. Prisa y ruido eran la constante. Se sentía sentado sobre un cráter volcánico a punto de erupción. Caminando por las calles de esta interminable ciudad, temía encontrar tras cada esquina los monstruos desatados del averno.
En su anterior retorno, los que señoreaban estas tierras vivían de y para las guerras floridas. Guerras fabricadas e institucionalizadas contra todos los que no fueran ellos. No se necesitaba causa alguna para hacer la guerra, lo importante era guerrear, sojuzgar y solazarse en la violencia y el dominio; capturar enemigos y sacrificarlos espectacularmente como entretenimiento sanguinario de una masa que se enardecía cuando el gran sacerdote clavaba su cuchillo de negra obsidiana en el pecho del vencido y extraía el corazón aún palpitante para mostrarlo como faro del universo ante la furia desatada del magma humano reducido a rebaño, odio, fanatismo y rencor.
El poderoso, su corte y ejército, sostenían que la sangre de los vencidos mantenía las estrellas en el firmamento, agradaba a los dioses quienes, en reciprocidad, permitían a plantas y animales seguir creciendo y hacía inamovible la gloria de Tenochtitlan y su pueblo sobre la tierra. Cuando ni dioses, ni plantas, ni animalito, ni pueblo, tenían nada que ver en el festín entrópico de sangre ejecutado para beneficio, crecimiento y pervivencia del poderoso e influyentes.
Quetzalcóatl esperó encontrar algo diferente en este su retorno, después de ver las maquinas y construcciones de esta nueva sociedad. Por un momento pensó que serían sus miembros, al menos en eso, más humanos. Pero no. La gente con la que se topaba, comparada con los sanguinarios mexicas, se antojaron más salvajes, más inhumanos, más desamparados, más vacíos.
Para su sorpresa el rito de la guerra florida sigue vivo entre estos seres alienados y, supuestamente, superiores y modernos.
El Sumo Sacerdote hoy no llevaba la cara horadada por punciones de puntas de maguey ni el cabello petrificado con sangre coagulada, pero día a día, bajo la magia de sus aparatos por los cuales se comunican estos hombres, aunque estén uno al lado del otro, encarna en sí mismo la nueva versión de guerra florida; la declara a sus enemigos, a diestra y siniestra, una nueva con cada mañana. Los derrota sin enfrentarlos, los vence a golpes del poder de su comunicación. Desde él y con él señala, denigra, condena, estigmatiza, segrega, enfrenta, envenena; hace rehenes, toma prisioneros, quema en leña verde y sacrifica en la nueva piedra de sacrificios, desde donde oficia su ritual cotidiano al filo obsidiano y oscuro de su palabra averna.
Las guerras floridas siguen entre estos seres alienados y, supuestamente, superiores y modernos.
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