Mujeres líderes, expertas y activistas se reúnen para construir la agenda de género de la CDMX
Cada palabra y acto contra ella disolvía su integridad. Se miraba en el espejo y no se reconocía. Se tocaba la cara, los labios, se estiraba la piel para intentar recordarse. No podía evitar cubrirse con las manos lo que pudiera esconder de su rostro.
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Primero murió su tranquilidad, luego el amor y al final ella. Como si fuera parte de una sentencia, Silvia vio su propio reflejo abandonarla. El espejo no mentía, lo que había del otro lado era una sombra triste y enferma por el estrés y el maltrato. Los golpes de Esteban eran sus nuevas señas particulares; lunares nómadas que "adornaban" con su oscuridad intensa y malsana a veces las mejillas, otras la frente, los brazos, la espalda o donde quiera que la furia atinara.
El dolor de huesos y el sentido de alerta no la dejaban dormir. Una vez él la despertó de un golpe seco en la cara. Lo sintió como un mazazo y antes de poder reaccionar por el vértigo del mareo y la somnolencia escuchó las palabras de Esteban: "Eres una puta, maldita puerca". No entendía nada. Él la jaló del cabello y la sacó de la cama, la empujó hasta que chocó en un rincón y ahí, sin poder hacer más se hincó y se cubrió la cabeza.
—¿Qué te pasa? ¡Yo no hice nada! ¡Déjame por favor!
—¿Cómo chingados no? Si hasta soñé que andabas de puta y por algo, ¿eh? A ver dime, ¿quién es Roberto? ¿Por qué tienes mensajes de él?
—¡No es nada mío! Es un compañero, le contestó cosas del trabajo, nada más. Te lo juro Esteban. Por favor, ya no me pegues.
Pero Esteban había adquirido el gusto de verla humillada, de saberla a su merced, suplicando clemencia. La visión de la sangre sólo lo encendía más. Estaba convencido de que era su derecho proteger su hombría, que era necesario “educarla” para que no se pasara de lista.
Sí, para Esteban aquellos lamentos eran loas a su honorabilidad que ensalzaban su deber como esposo. Era el dios fúrico y "justo" que corregía despóticamente lo que consideraba su propiedad. Bajo su criterio nada en este mundo podía negarle ese "derecho".
El enojo de aquel machista provenía de su miedo a ser superado por Silvia, pues a veces ella era la proveedora en aquel hogar torcido. Por supuesto que eso era algo que él no podía permitir. Cegado por un rencor absurdo, exacerbaba y malinterpretaba hasta el paroxismo cualquier señal de hartazgo o de rebeldía.
Silvia temblaba e intentaba defenderse, pero los puñetazos de su cónyuge reblandecían su voluntad, torcían dedos y tensaban sus huesos hasta el borde de la fractura. Silvia no yacía dentro de sí. Inconscientemente urgía que a ella llegara un desmayo piadoso, pero sólo obtenía dolor e improperios:
—¡Ay, ay! ¿Por qué me pegas? Si yo no hice nada, no te hice nada te lo juró — decía Silvia con la voz cortada y temblorosa.
—Pues ni se te ocurra pasarte de lanza, ¿eh? Ni se te ocurra maldita porque te mato, te juro que te mato. Ya te he dicho que yo no voy a ser el pendejo de nadie —amenazó Esteban y con los ojos inyectados de odio lanzó un espeso escupitajo a la mujer.
Cuando Esteban paró, Silvia sólo podía escuchar la respiración agitada de su marido y su propio llanto ahogado y temeroso. Con los labios reventados y la nariz chorreando sangre intentó reincorporarse, hacerse a un lado. Todavía Esteban le dio una patada en la parte baja de la espalda.
Silvia no entendía, no podía entender dónde quedó aquel amor. Sintió odio, pero más que nada miedo. Quería irse, dejar a aquel hombre y regresar a su casa, pero estaba casi sola. En este mundo sólo tenía a su madre, Agustina, una mujer anciana que además sufría cansancio crónico. Cuando Esteban tenía esos arranques de ira Silvia lloraba en los brazos de ella, pero el consuelo resultaba efímero.
—¡Ay, mijita! ¿Pero qué puedo hacer yo para ayudarte? Ya sabes que ese loco es capaz de lo que sea. Mejor no te metas en problemas y ya deja tu trabajo. Bien dicen que no hagas cosas buenas que parezcan malas —decía de manera recurrente, no porque no quisiera ayudar a su hija, sino porque realmente no sabía cómo. También temía por su vida, pues Esteban ya la había amenazado.
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