Panóptico


¿Dónde termina la razón y empieza la locura?

Hay en mucho de nuestro acontecer político más locura que razón. Pero es una demencia colectiva y galopante. Locura que, como tal, no se ve ni se reconoce, pero socava la racionalidad de la convivencia organizada y normada de esto que llamamos México.

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Por: Luis Farias Mackey
  • 09/08/2021

A Diego Valadés



¿Dónde termina la razón y empieza la locura? Foucault vino a remover todos los cimientos de nuestro mundo supuestamente racional y con ello los prejuicios de lo que se considera locura

Nietzsche lo hizo, tal vez, en vida. Soy, entre otros, de los que anido dudas si la locura del gran filósofo fue simple y llanamente demencia o logró alcanzar otro nivel de comprensión. Jamás lo sabremos.

Pero de lo que sí estamos ciertos es que todos observamos al mundo desde una personal perspectiva, perspectiva por la cual lo humanizamos, es decir, lo explicamos con nuestros limitados alcances. Al humanizar la realidad la encasillamos a los alcances de lo que llamamos “racionalidad”, moral o “fe”. Ello nos tranquiliza al dotarle de sentido, “nuestro” sentido.

Todos protestamos racionalidad, lógica, conocimiento, ciencia, revelación, tradición, moral en el sentido que introducimos y con el que nos explicamos el mundo. Por igual, todos negamos locura, irracionalidad, visceralidad, emoción, miedo u odio en nuestra perspectiva del mundo. Aunque luego, todos, desde nuestras trincheras, busquemos imponer nuestra visión con mayor locura que razón.

Empecemos por lo inmediato. Cuando, impulsado por dos poderes de la Unión —Ejecutivo y Judicial— se le consulta al pueblo si está de acuerdo o no en aplicar el orden constitucional y legal, cabe la posibilidad —y locura— que la mayoría diga que no, que no está de acuerdo.

Sócrates se negó a huir y tomó la cicuta, no porque creyera en la racionalidad de la mayoría, sino por conservar el orden al que había sometido su convivencia. Poncio Pilatos no consultó al pueblo sobre la crucifixión de Jesús por demócrata, sino por cobarde. ¡Que la sangre recayera en el pueblo sabio y bueno! Robespierre sabía que el camino más rápido para, según él, resolver problemas era cortando cabezas —en lugar de entenderlas— y nada mejor que disparar el odio, el miedo y el rencor de la canalla popular para abrir la senda franca a la guillotina y al terror. Moctezuma se rindió ante sus fantasmas, teniendo el poder de vida y muerte sobre cualquier otro mortal.

Pues bien, ¿es o no delirante que el Estado, encargado de hacer imperar el orden constitucional que lo crea, explica y justifica, consulte vía una Consulta Popular si se opta porque la Constitución y leyes no se apliquen?

¿Qué racionalidad hay en ello?

Detengámonos un momento en esto, porque creo que lo hemos obviado con apasionada y ciega locura. La pregunta, por cierto, redactada por la Corte, órgano supremo de control constitucional, rezó: “¿Estás de acuerdo o no en que se lleven a cabo las acciones pertinentes con apego al marco constitucional y legal, para emprender un proceso de esclarecimiento de las decisiones políticas tomadas en los años pasados por los actores políticos, encaminado a garantizar la justicia y los derechos de las posibles víctimas?”.

Pretender hacer una exégesis de tamaña desmesura sería una pérdida tiempo, pero no del punto preciso que quiero resaltar: “¿Estás de acuerdo o no en que se lleven a cabo las acciones pertinentes con apego al marco constitucional y legal?” Primero, se pide optar entre un sí y un no: “de acuerdo o no”. Es decir, a opción negativa no es una locura, sino parte esencial de toda la ecuación, que solo acepta dos respuestas: sí o no.

Ahora bien, ¿de acuerdo en qué? En que se lleven a cabo acciones pertinentes con apego al marco constitucional y legal. Primero lo de la pertinencia, ni modo que fuesen acciones impertinentes. Pero salvando semejante contradicción, cae sobre nosotros lo infamante de lo obvio: ¿Qué es lo pertinente? ¿Y qué es lo pertinente en un Estado de Derecho? Para quien pregunta, que los poderes Ejecutivo y Judicial cumplan y hagan cumplir la Constitución y las leyes, única razón de su existencia.

Luego cuando se pregunta a continuación si dicha pertinencia es para actuar con apego al marco constitucional y legal, se abre la posibilidad de que se responda que no. Es aquí donde la locura sienta sus reales. Al preguntar “con apego” cabe por respuesta que sea “sin apego”, es decir, la cuestión plantea decidir si se es con o sin apego. “Apego”, afición o inclinación hacia alguien o algo (RAE). Y esa afición o inclinación es, nada menos y nada más, que al marco constitucional y legal.

Luego entonces, lo que se consultó al pueblo fue si, en una de las vertientes planteadas, estaba de acuerdo a accionar sin apego, sin inclinación ni afición, menos sujeción, al marco constitucional y legal.

Si los mexicanos, engatusados por una ofuscación plasmada en una pseudopregunta, hubiésemos optado por esa opción, de hecho, habríamos matado a México.

Y aquí, por sobre la locura brilla en todo su esplendor la maldad y la trampa: quienes hubiesen votado consciente, convencida y no engañados por el trabalenguas y publicidad oficial por el 'no' en la Consulta Popular, lo hicieron, sin saberlo en favor de acabar con la Constitución y con México.

Si no hay apego a la Constitución y a las leyes que de ella emanan, con apego a qué, cómo, quién, con qué legitimidad, fundamento y razón pudiera gobernar. Quedaría solo la vía de los hechos, de la fuerza, de la imposición, de la locura.

¿Es racional o no el simple planteamiento de la disyuntiva? Es como si nos hubiesen preguntado, estás de acuerdo o no en que siga existiendo México y, con él, tus derechos y libertades.

Más aún, ¿cómo justificar el lamentable papel y nula la racionalidad de la propia Suprema Corte en esta demencia? El poder encargado de garantizar el imperio de la Constitución, obligado por ella misma a validar la constitucionalidad de la pregunta, preguntando a quien es su deber aplicarla, si lo hace o no.

La democracia no es más que un conjunto de reglas que reconocen derechos y libertades, establece un procedimiento para tomar decisiones y obligaciones para llevarlas a cabo. Por tanto, utilizar un expediente democrático, como lo es la Consulta Popular, para consultar, en una de sus vertientes, si acabamos con el conjunto de reglas que hacen posible derechos, libertades y decisiones democráticas, no puede ser más que una locura sideral.

Insisto, ¿qué hay en ello? ¿Razón o demencia?

Y esto acaba de pasar en México a vistas de todos nosotros. Pocos pararon mientes en la locura inserta en la malversación de una vía democrática. Millones de mexicanos, unos de buena fe, otros por engaño y muchos más por ofuscación, se prestaron a semejante locura.

Todo discutimos, excepto la racionalidad misma de la consulta.

Locura colectiva. Demencia legitimada bajo el marco legal en contra del marco legal. Una muestra más de que es la democracia, mal entendida, la peor enemiga de la democracia. Al templo de la democracia lo separa una delgada línea del prostíbulo de la democracia, como un hilo de telaraña separa la razón de la locura.

Desvarío impulsado por autoridades que exclusivamente tiene por obligación cumplir y garantizar la vigencia de la Constitución que, en su lugar, someten al marco constitucional a su posible desaparición por aclamación. Alienización, además, sufragada con recursos públicos en medio de crisis múltiples y desmedidas que merecerían esfuerzos, seriedad y dineros afectos a asuntos verdaderamente sustantivos, en muchos casos de vida y muerte de muchos mexicanos.

Quienes votaron por el NO lo hicieron, sin saberlo, para acabar con la Constitución y con México


Pero no es el único ejemplo de locura, se nos viene encima otro aún más esquizofrénico.

No terminaba la Consulta Popular cuando desde el poder se imponía la nueva yunta: la Revocación de Mandato. Figura constitucional que carece, aún, de ley reglamentaria, y que, muy probablemente, se legisle al vapor bajo la máxima de no moverle ni una coma. Todo ello inmerso en un ataque sin cuartel en contra de las autoridades administrativas y jurisdiccionales electorales mexicanas, con miras a desaparecerlas y substituirlas por unas de abyección sin fisuras.

Pero ello es lo político. Veamos sus ámbitos de racionalidad y locura.

Un gobierno electo bajo un mandato irreversible de poco menos de seis años, obligado a cumplirlo, impone una ley para que antes de ese término se consulte a la gente si lo que ya votó y mandató se revoca.

Habría que empezar por preguntarse qué razón asiste a preguntar al pueblo si quiere revocar su decisión. ¿Por qué el pueblo pone y el pueblo quita? Una frase de democratismo insulso.

La siguiente pregunta es ¿y de parte de quién? ¿Quién pone en juego la pregunta? Y aquí nuevamente salta la locura en toda su magnificencia. Quien pregunta y quiere imponer la cuestión como si en ello le fuese la vida es el propio presidente de la República. Es decir, el electo, el titular del mandato ciudadano democrático, quien protestó cumplir su mandato en los tiempos para los que fue electo, quien tiene una obligación jurídica y política de gobernar hasta el final de su encargo: cargo irrenunciable, salvo causa de fuerza mayor.

Pero con independencia de la congruencia o no de su parecer; ¿Por qué alguien que luchó 18 años para ser presidente le 'urge' ahora preguntar si se va mañana, como si en ello le vaya la existencia?

No sería lo lógico hacer hasta lo imposible para cumplir bien su ejercicio y evitar, así, las tentaciones de quienes quisieran que no lo culminase. ¿Por qué entregar la opción en charola de plata a los que él llama sus 'adversarios'?

¿Cuál es su obligación? ¿Gobernar o consultar?

¿Para qué entonces las elecciones, si toda decisión y cada instante es motivo de consulta?

Ahora bien, López Obrador sabe que su voluntad no alcanza, que para que semejante despropósito se lleve a cabo es menester que un 3 por ciento de ciudadanos inscritos en la Lista Nominal de Electores (de un total de 93 millones de ciudadanos, aproximado 2 millones 790 mil) lo soliciten a través de firmas y un caro procedimiento de verificación de las mismas.

Ahora bien, adentrémonos en esta segunda locura. Contrario a lo que muchos opinan, no serán los ‘adversarios’ de López Obrador quienes salgan a recabar firmas para su demencial revocación, sino sus propios simpatizantes y seguidores. Así, quienes lo llevaron al poder y son los mayores beneficiarios de su gobierno, serán quienes se movilicen para tumbarlo.

No faltará el antilopezobradorismo azuzado en sus rencores y miedos que, en similar demencia, se sume a recabar firmas, pero serán los menos.

Estos último, tendrían al menos una razón, bastante ofuscada por cierto, pero razón al fin y al cabo para querer que López se vaya antes de tiempo. ¿Pero los suyos? ¿Qué razón les asiste? ¿Fervor democrático? Qué mayor fervor que dejar que sin desasosiegos cumpla el mandato obtenido en las urnas, ¿por qué distraerlo de su difícil función y en tiempos de crisis con desgastes innecesarios? ¿ Por qué, repetimos, es él mismo quien apunta, o aparenta apuntar, una pistola a su sien?

Así, lo que veremos es a Morena, sus dirigentes, funcionarios en el poder, seguidores y beneficiarios promoviendo que se remueva del poder al gobierno que llevaron a la presidencia.

También veremos a otros incautos bailando al son de las mañaneras, creyendo que así hacen patria y salvan a México.

En ambos impera la locura, no la razón.

Ahora bien, si la revocación, supuestamente buscada, no prospera, es decir, si la gente confirma a López hasta el final de su gobierno, le dará oxigeno de más para que en el 2024 haga lo que le venga en gana. Desboque usted su imaginación, que, como sea, se va a quedar corto.

Para algunos, llegar al cierre de su mandato con un porcentaje importante muy menor al alcanzado en su elección, puede serle de mucho daño, pero conociéndolo le dará vuelta a la realidad, señalará para otro lado y seguirá tan campante como siempre. Es decir, fugado.

Pero, ¿qué pasa si se le revoca el mandato a López? De entrada entra de inmediato como presidente interino quien presida la Cámara de Diputados, con mayoría morenista, quien deberá convocar a Congreso General para designar, nuevamente con mayoría morenista, el presidente substituto que culmine el sexenio.

Quién presidirá la Cámara, pronto lo sabremos; pero, ¿hay en la fauna que integra la camada por llegar a la nueva legislatura uno con arrestos para asumir la presidencia? Peor aún, en un gobierno unipersonal y ensimismado, sin ninguna estructura funcional y sin un dejo de institucionalidad y espíritu de grupo, lo más seguro es que el caos se apodere y rebase a un Congreso escogido para gritar porras al titular del poder Ejecutivo que entonces deberá substituir.

A ello habrá que sumar las voracidades desatadas por una sucesión, reducida como todo en este gobierno, a distractor anticipado y flaco.

Es decir, en el peor de los casos, es probable que el Congreso General o no pueda o no quiera designar presidente substituto e imponga, por sobre la revocación del 21 y la elección del 18, a un López Obrador sin término a la vista.

Cualquiera de estos escenarios es, repito, demencial.

No solo juegan con nosotros y nuestra incapacidad para ver lo obvio, sino que juegan con fuego en una montaña de pólvora.

Ante la locura, cordura, señalan los que saben. Muy por el contrario, pareciera que el paradigma hoy es ante la locura más locura.


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