Panóptico


La muerte de la palabra y de lo público

Suspicacia y miedo a discurrir lo público en público.

#TheBunkerNoticias | La muerte de la palabra y de lo público
Por: Luis Farias Mackey
  • 29/10/2022

En el principio era la palabra. Porque en el hombre todo nuevo comienzo empieza con la palabra, con comunicarse. Ya no más.

La muerte de Sócrates es una llaga que aún seguimos cargando, aunque no lo sepamos conscientemente. La gran Polis griega, mundo de la razón y la política, condenó injustamente a Sócrates a la cicuta. El propio acusado no pudo persuadir a sus jueces de su inocencia, sembrando en Platón, su alumno, la duda sobre la persuasión y las capacidades y aptitudes propias de la Polis.

A nosotros persuadir nos dice poco, más aún en el enjambre digital y en la comunicación algorítmica que ha hecho de la persuasión un dinosaurio de museo; pero en Atenas la persuasión (peithein) tenía hasta su diosa (Peithó) y su templo. La persuasión en la Polis griega era la forma del discurso político con que se construía día a día el gobierno. A diferencia de los pueblos bárbaros, los atenienses conducían sus asuntos políticos en forma de discurso, en la libertad y la igualdad. Entre ellos, la retórica era el arte de la persuasión política y la mayéutica el método socrático de interpelar al interlocutor para que por sí solo descubriera la verdad. Ambas, retórica y mayéutica, se actualizan en palabras y discurso. Luego entonces, para los griegos la persuasión era el arte más elevando y verdaderamente político, y la palabra algo muy importante.

Pero el gran Sócrates fue incapaz de persuadir a su jurado y éste incapaz de ser persuadido. Ambas incapacidades fueron cargadas como deficiencias del discurso y su capacidad de persuadir y no a las taras propias de los interlocutores en juego.

El hecho es que la condena de Sócrates significó un cambio en el lenguaje y otro en la forma de pensar que derivó en una falta de confianza en la fuerza de la palabra y a lo público; por tanto, en el Ágora. Suspicacia y miedo a discurrir lo público en público.

Finalmente, el experimento democrático griego huyó del Ágora, de la fe en la persuasión y de la acción conjunta, con ello retornó el arcana imperii (los secretos del poder), propia del poder cerrado: “El secreto ocupa la misma médula del poder”, sostiene Elias Canetti en Masa y poder: “El detentador de poder (…) tiene muchos secretos, ya que es mucho lo que desea, y los combina en un sistema en el que se preservan recíprocamente. A uno le confía tal cosa, a otro tal otra y se encarga de que nunca haya comunicación entre ambos. Todo aquel que sabe algo es vigilado por otro, el cual, sin embargo, jamás se entera de lo que está vigilando en el otro. De modo que sólo el poderoso ‘tiene las llaves de todo el conjunto de secretos y se siente amenazado si lo confía por entero a otro’”.

Regresando a la devaluación de la palabra y su poder de persuasión, nos dice Maquiavelo: Cualquiera puede comprender lo loable que resulta en un príncipe mantener la palabra dada y vivir con integridad y no con astucia; no obstante, la experiencia de nuestros tiempos muestra que los príncipes que han hecho grandes cosas son los que han dado poca importancia a su palabra”.

Menester es hacer aquí una aclaración; tanto Canetti como Maquiavelo hablan de poder: detentar el poder, hacer grandes cosas con el poder; pero no de lo político. Hablan del detentador del poder y del Príncipe, no de la pluralidad, de la Polis, de la Re-pública. Son ambos, sin saberlo, fieles nietos de la duda platónica sobre la palabra, su fuerza persuasora y de lo político.

Lo político, no nos cansaremos de decirlo, es el espacio intermediador de lo plural, que permite la comunicación (el discurso) y la acción (convivencia creativa y digna).

El viernes decía que, dentro de los requisitos propios de la política, Arendt listaba la aptitud, la capacidad del individuo para interactuar civilizada y constructivamente con los demás, de ocuparse de lo público (lo político) y no solo del poder y sus perversiones. Agregaría que también, y posiblemente antes que la aptitud, lo político demanda actitud. Actitud, decía el gran Sócrates de verdad (Parreshía, compromiso con la verdad), compromiso de decir verdad, a sí mismo y a los demás; de confiar que el otro también es capaz de comprender y comprometerse con la verdad. Finalmente, como sociedad, ser capaces de enfrentar la verdad.

Y en esto último radica nuestro gran problema político de hoy: no solo nuestros políticos prefieren la seguridad del arcana imperii y el juego cada vez más cerrado y oscuro del poder, sino que la masa prefiere creer mentiras a verdades.

De allí que rehuyamos la deliberación pública y, con ello, el discurrir del pensamiento para convertirlo en acción. El Ágora digital no delibera ni genera acción. Hoy reina el homo digitalis: “El nuevo hombre tecleas, en lugar de actuar (…) el homo digitalis no actúa”. (Byung-Chul Han).

El arcana imperii sobreestima la persona y el poder, y subestima la pluralidad humana, su capacidad de verdad, deliberación y acción, y, finalmente, lo político. Si no somos capaces de confiar en la palabra ni en el discurso, que implica una estructura racional, un desarrollo lógico y una intención que debe ser clara y a discusión abierta, seguiremos siendo esclavos entretenidos por la política espectáculo y el arcana imperii del poder.

Una de las taras del populismo que se da la mano con el arcana imperii, y que se ha convertido en moneda de curso normal en nuestros atavismos políticos, es el creer en las atribuciones sobrehumanas y "secretas" del líder, al que hay que creerle por ser él, no por sus razones y menos por sus acciones. Sólo él puede guardar in pectore los secretos y nosotros tenemos que creerle ciegamente. Lo político se ha convertido hoy en un fenómeno de fe, no de deliberación y acción. Por eso andamos cual ciegos en busca del o la mujer que encierre en sí aquello que requeriría previamente prueba y discusión. Pero no, se nos pide creer a ciegas contra toda razón.

Cierro con Adorno: “La tarea prácticamente irresoluble consiste en no dejarse entorpecer ni por el poder de los otros ni por la propia impotencia”.


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