Mujeres líderes, expertas y activistas se reúnen para construir la agenda de género de la CDMX
Los libros no se atesoran, se prodigan.
lfmopinion.com
PALABRAS DE LUIS FARÍAS MACKEY CON MOTIVO DE LA CEREMONIA DE DONACIÓN DE LA BIBLIOTECA DE DON LUIS M. FARÍAS MARTINEZ A LA UNIVERSIDAD DE MONTERREY, EN LA SEDE DE SU BIBLIOTECA CENTRAL, EL 14 DE OCTUBRE DE 2022 EN MONTERREY, NUEVO LEÓN.
Amigas y amigos.
Hablar de los libros de mi padre, es hablar de él.
Antes que político, abogado y locutor, fue lector. Un gran lector de textos y personas; como esposo, padre y amigo, leía en los otros con aguda penetración y comprensión sus caracteres, personalidades y humores. Hombre de muchos amigos, sus mejores siempre fueron los libros, jamás lo olvidaron. El día de su muerte, ya sin poder leer, escuchó por horas extasiado la lectura de Ensayo sobre la ceguera de Saramago, hasta que mi madre nos pidió que lo dejáramos descansar. ¡Y descansó!
Jamás vi a mi padre viajar sin un libro. Su buró siempre estuvo poblado de ellos y al final, nadie podría decir dónde terminaba la biblioteca y empezaba su recámara. De chicos vivimos en una casa de tres pequeños cuartos, uno de ellos era la biblioteca. Los ocho hijos de entonces nos apretujábamos entre una recámara común, la de mis padres donde en una cuna dormía Francisco Javier y en la biblioteca José Antonio y yo compartíamos una cama que, podríamos decir, descansaba sobre libros, porque bajo ella los había apilados. Conforme las adolescencias hicieron imposibles un cuarto mixto y camas compartidas, mi tío y mi padre intercambiaron casas: dos baños, tres recámaras y una biblioteca con espacio propio y exclusivo dieron la bienvenida al noveno y último hermano. ¡Más no así al último libro!
La siguiente casa fue escogida para la biblioteca. Ya para entonces la familia seguía la suerte de lo principal: la biblioteca. Y ésta, también, se colmó de libros cual enredadera.
Pero la importancia de la biblioteca de mi padre no resulta de su número, sino de su contenido. En una de las primeras veces que me enviaron a chaperonear a mis hermanas, me quejé con él que aquello me aburría y me preguntó:
“¿No había una biblioteca en esa casa?”
“Sí”, contesté.
“Nadie puede aburrirse en una biblioteca, me dijo secamente, basta con ponerte a averiguar que sorpresas guarda”.
Y la vida me lo ha confirmado. Una biblioteca jamás es aburrida, pero, además, es el más fiel reflejo de su dueño. Averiguar lo que la biblioteca de mi papá guardaba no era una tarea fácil, cualquiera se podía extraviar entre sus veneros. Se entraba por una gran antesala colmada de derecho, con un vasto y diferenciado acervo de autores, materias y épocas; que cerraba en uno de sus entre callejones transversales con religiones, geopolítica, relaciones internacionales y una muy extensa y variopinta colección de biografías. Así llegaba uno al área principal, a mano izquierda, corriendo de piso a techo, historia nacional y universal daban la vuelta por la esquina del fondo para continuar a todo lo largo de la biblioteca hasta diluirse con política y Estado, y luego perderse en la pared de la siguiente esquina ente filosofía, sociología, antropología, psicología y revistas especializadas del siglo XX. Regresando a la entrada del área principal, a mano derecha literatura y arte se desbordaban hacia los libreros transversales que llenaban el espacio entre muros en alegre convivencia con economía, finanzas, enciclopedias, diccionarios, arquitectura, medicina, dietas, ejercicios, comunicación, cocina, periodismo, yoga, viajes y cosas sorprendentes e inimaginables. En algún portafolios perdido, cajones en su closet, entre pilas de papeles, envueltos en papel de china o extraviados en cajas y trebejos podía uno encontrar documentos históricos, incunables y ediciones raras que fue lo único que coleccionó mi padre… además de hijos.
En literatura, mi padre no tenía género aborrecido: prosa, poesía, ensayo, novela, cuento, teatro. De la novela gozaba como niño goloso, pero leía con avidez sobre agua o educación, demografía o urbanismo, derecho o cine, política e historia. Leía en español, inglés, francés y latín. En el antecomedor siempre tuvo a la mano un diccionario de español al que acudía para explicarnos el significado de alguna palabra que brincara en la conversación diciendo: “Es un buen momento para consultar el diccionario”.
Ya grande y enfermo, mi madre le cargó por medio mundo el grueso y pesado portafolios donde iba las obras sobre Aranda, los viejos folios de su correspondencia y sus fichas bibliográficas, con los que cumplió uno de sus grandes sueños: escribir sobre el Memorial del Conde de Aranda de 1782; porque mi padre siempre leyó en clave política. De preparatoriano recién llegado a la Ciudad de México estudió en la biblioteca de Alfonso Reyes, quien cultivaba en él su también veta filosófica, pero la de político terminó por prevalecer por sobre, incluso, la amistad entre el viejo sabio y el aprendiz de político.
A diferencia de Platón, mi padre siempre creyó que el filósofo no era necesariamente el mejor gobernante, pero también sostuvo que el simple operador pragmático, llevado por las circunstancias, apetitos y oportunidades, sin rumbo claro, sin valores ni principios, termina por perder la nave en la tormenta que no supo prever y menos sortear. Porque el político es una suerte de logos, en sus acepciones de saber y palabra, y praxis, acción. La política es, primero, rumbo y luego movimiento. Cuando se invierte ese orden no hay ni uno ni otro. Hoy, en un mundo donde reina el espectáculo, priva la percepción por sobre la política, pero, mi padre diría que al final por sobre ambas terminarán por prevalecer los resultados.
Y hoy en resultados y convivencia somos deficitarios. Desde hace mucho equivocamos el diagnóstico: creemos que el mayor de nuestros males es la política y no su debilidad. La política no es más que el ámbito de la intermediación, en la que surge la diferencia entre el yo y el otro. Sin el otro, la autorreferencia excesiva y narcisista ahoga al yo en el vacío. Es en el otro que el yo encuentra su delineación constitutiva. Sin la diferencia, el yo muere en la ausencia de límites y separación. La política concita separaciones y las distingue; las hilvana sin confundirlas, fundirlas o desnaturalizarlas: “La verdadera unión —decía Teilhard de Chardin— no funde los elementos que aproxima; les da una nueva vitalidad por fecundación y adaptación recíproca. Es el egoísmo el que endurece y neutraliza la materia humana. La unión diferencia”.
La política nos concita, nos ubica y nos distingue. A su alrededor cada quien es quien es y no se confunde, ni ocupa el espacio ni la voz ni la perspectiva del otro, pero todos gozan de identidad, espacio, voz y perspectiva. Sin ese espacio intermediador somos masa o rebaño.
Recuperar la política es cosa de todos. El reto de nuestra generación es evitar que termine por parecernos irrelevante y nosotros con ella. La política no es ese “antagonismo elemental, previsible y ritualizado” (Innerarity), donde nadie discute asuntos ni propuestas, donde todos escenifican sus diferencias para ganar audiencias, aplausos y likes; donde la verdadera deliberación pública se echa de menos y donde se vive el “espectáculo por aclamación” (Habermas), algo así como un “Zócalo Democrático”, donde la palabra única adquiere un carácter plebiscitario de legitimación política sin acuerdo ni comunidad ni democracia.
El modelo de desarrollo en curso ha cambiado todos nuestros parámetros y paradigmas: el crecimiento por el crecimiento es una carrera de desperdicios sin destino, hasta que la humanidad sea el desperdicio final. El trabajador pasó a ser empresario de sí mismo; hoy la lucha de clases es en nuestro interior, explotado y explotador somos el mismo en cada uno de nosotros, trabajando con nuestros propios medios, en cualquier lado, a todas horas y sin seguridad social. Impera la competencia que impulsa la productividad a costa de la pertenencia y la solidaridad. No hay faceta humana que no se mida en una perspectiva comercial; el sujeto pasó a ser un objeto más del mercado penetrado, exhibido y monetarizado por el algoritmo. Para Byung-Chul Han, el panóptico digital cumple la doble función de vigilancia y explotación total. El algoritmo hoy predice y encausa nuestra conducta; el control psicopolítico no es una amenaza, es una realidad. El nuevo totalitarismo es el de los datos. Nuestra crisis no es de falta de libertad, sino de su explotación seductora que hace que nos desnudemos en las redes extraviando toda idea de lo privado y público, lo afuera y adentro, lo importante y vacuo. Los excesos de libertad extraviados que atestiguamos todos los días solo nos muestran que aún no hemos aprendido a hacer un buen uso de nuestra libertad. Pero la hipercomunicación no sólo nos conduce a sobre exhibirnos, también a sobre inventarnos. Hoy difícilmente sabemos si las nuevas generaciones están construyendo su personalidad en la realidad o su avatar en el metaverso. Ni siquiera, si logran todavía diferenciar una de otro. Construimos un enjambre digital, no una conversación pública, un rebaño sin rostros, sin nombres, sin miradas ni compromisos; sin autenticidad ni cercanía: ya no hay manos que se entrecrucen en pacto, ni sudores que marchen juntos, ni llantos compartidos. Hoy, ¡más comunicados que nunca!, estamos más solos que jamás: la comunicación digital erosiona gravemente la comunidad, destruye el espacio público; aísla. El “Conócete a ti mismo”, el “¿quién soy?” y el “¿soy el que soy?”, dejan de ser parte de nuestra duda existencial para vivir de los likes y retweets, donde lo diferente de toda relación queda expulsada de la igualdad algorítmica de las redes y la eliminación de la alteridad del “me gusta”. No construimos comunidad ni acción política, acumulamos likes sin verdadera deliberación y beneficio.
Y luego nos preguntamos por qué los jóvenes callan y nos miran con recelo. Reclamamos al mundo que construimos, pero es el que les vamos a dejar. Priva el miedo, el dolor y el horror. Una angustia difusa es la tiniebla de nuestro andar. Quisiera poder decir que encontraremos la salida, pero mentiría. Apenas somos capaces de reconocer que estamos mal y lo hemos estado por decenas de años.
Triste es reconocerlo, pero tocará a las nuevas generaciones enmendar nuestro andar, rehacer la convivencia y dignidad humanas, e iluminar de nueva cuenta el paso del hombre por este mundo.
Para ello es menester recuperar la política como espacio de intermediación. Ese espacio que perdió nuestra generación hace mucho. Y es aquí donde en el silencio de las bibliotecas y en la pluralidad de sus voces podrán las generaciones del futuro hallar la armonía necesaria para hacer y reencontrarse a los mexicanos a la mitad del camino entre unos y otros. Todo libro es un misterio, una voz ajena, un otro que se abre a nosotros y nos prodiga su mundo. Quien lee oye en silencio, palpa lo lejano, se aventura sin extraviarse; vuela, desconoce límites, arranca mojoneras, ilumina la oscuridad, se transforma, crece. Nada como perderse en las vías lácteas de una biblioteca, sabiendo que todas sus constelaciones nos llevan a nosotros mismos.
Mucho tiempo después de aquella conversación con mi padre, fue mi hijo quien me dijo: “Lo importante de una biblioteca no es qué libro te encuentres, sino qué libro te encuentre a ti”, te toque y rasgue la totalidad que te encierra y te haga vibrar a su contacto con el universo todo; que te derribe del caballo como a Pablo de Tarso, que te incendie desde adentro. Los libros son la llave para llegar al espíritu. ¡Ese es el regalo de mi padre a las generaciones lectoras de esta Universidad!
Hoy sé que los libros no se atesoran, se prodigan.
Queridos todas y todos.
Hoy venimos humildemente a cumplir una deuda. La última voluntad de mi padre fue la primera que aprendimos: no disgregar su biblioteca. ¡Menuda carga! Años de angustia pasamos expectantes sobre su tesoro, hasta que gracias a la intervención de Don Francisco González Sánchez logramos que la Universidad de Monterrey supiese de nuestra encomienda, ponderarse el acervo y tomase con entusiasmo nuestra encomienda.
Faltaría a mi padre y a mi madre si no rindo aquí recuerdo y cumplido homenaje a nuestro tío Manuel Garza Madero, incansable promotor de la donación de la biblioteca de su primo.
La familia Farías Mackey agradece a la Universidad de Monterrey asilar la biblioteca de mi padre, porque en esta especie de exilio de sus libros en su tierra natal, quienes a ella acudan podrán valorar, a la distancia del tiempo y de la vida, su cercanía y personalidad; lo que fue, cómo fue y cuánto amó a sus libros. En ellos encontrarán sus subrayados, en no pocos sus anotaciones y en algunos hasta alguna nota sobre algún papel allí olvidado. Nadie mejor que las nuevas generaciones para valorar en sus libros la persona y vida de Luis M. Farías.
Agradecemos al Rector, Mario Paez; al presidente del Consejo, Álvaro Fernández Garza; al Vicerrector, Carlos Eduardo Basurto Meza; a Liliana Araujo, directora del Sistema de Bibliotecas e Imelda Sáenz, jefa de Servicios Bibliotecarios, con un largo etcétera, la adopción del verdadero primogénito de mi padre: su biblioteca. Queda en vuestra familia y hogar.
Hoy podemos decirle a mi padre, sus nueve hijos —con la siempre presente ausencia de Francisco Javier— que hemos cumplido su voluntad, que su Alejandría se conservará y acrecentará, que palpita en su terruño como faro que alumbra las tormentas de tinieblas de nuestros tiempos y que hoy ya está al alcance de los estudiantes, maestros e investigadores de esta gran Universidad.
Concluyo compartiéndoles una duda, a estas alturas de mi vida no sé si la biblioteca que hoy entregamos fue de mi padre, o mi padre de su biblioteca; por tanto, si lo que hoy entregamos es algo de él o es él mismo.
Como sea, cuídenla que así lo cuidan a él.
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