Mujeres líderes, expertas y activistas se reúnen para construir la agenda de género de la CDMX
Buscamos salvadores, no gobernantes. La tara nos viene de lejos. ¿Nos la podremos quitar?
lfmopinion.com
El “Mesíanismo” nos viene se cepa, el viejo Tlacaélel muere, se dice, de los 120 años, pero sus raíces se hunden en los albores del imperio Azteca. Tuvo; sin embargo, tiempo suficiente para imponer en nuestro inconsciente social su profunda impronta. En su haber quemó los códices toltecas y teotihuacanos para asumir a los chichimecas (mexicas) y su dios, Huitzilopochtli, como herederos “legítimos” de su cultura, e imponerlos como el pueblo del sol con la trascendencia cósmica de mantener con su dolor y sacrificio los planetas en sus órbitas. ¿De qué nos sorprendemos hoy que se rinda pleitesía de demócrata a quien no ha dejado partido sin traicionar en su haber? Negar el pasado es virtud hoy en México: “Niégate y solo así podrás ser”. Sólo así son quienes hoy nos gobiernan: los que no renegaron del PRI, negaron a la izquierda. Pero, ¿qué es uno cuando se niega?
Pero Tlacaélel, el viejo sacerdote, robador de historias y alcurnias, rigió más en este mundo que en el cosmos. Forjó la hegemonía azteca y dio vida a la triple alianza; cuatro veces convocó al Consejo de los Pillis e impuso tecuhtlis: Ilhuicamina (Moctezuma), Axayácatl, Tizoc y Ahuizotl. Al morir, los pillis —señores— fueron por primera vez libres para elegir al nuevo tecuhtli, fallecido una vez Ahuizotl.
En lo que fuera una especie de consejo electoral, Netzahualpilli, señor de Texcoco, pidió: “Que no estuviera esta corona e imperio mexicano a obscuras y en tinieblas”, a tal grado se sentía la ausencia del viejo Tlacaélel. Reunidos entonces los grandes señores mexicas, Netzahualpilli los exhortó: “Señalad, señores, con el dedo, decid: ‘a éste queremos, a éste señalamos por tal nuestro rey y señor’ (…) podéis señalar y elegir por rey y señor nuestro y de nuestro gran Imperio Mexicano”, y eligieron a Moctezuma Xocoyotzin, hijo de Axayácatl.
Desde entonces, sostiene López Portillo y Weber, existe el dedazo en México. Más yerra: cuatro veces antes ya el dedo de Tlacaélel había señalado el camino, a los tecuhtlis y fijado a hierro ardiendo en nuestro inconsciente social la tara política de la que a la fecha no podemos liberarnos: que alguien nos diga quién debe de gobernarnos.
El hecho es que los maceguales adoraron cual deidad al señalado. Luego adoptaron al Quetzacóatl de los toltecas, hicieron suya su historia de pueblo del sol; más tarde conquistaron a golpe de guerras floridas su ensangrentada hegemonía y aseguraron sumisión con ceremonias de corazones perfilados a filo de obsidiana. El “Dedo” ungía tlatoanis a los que no se les podía ver a los ojos, hasta que finalmente, ya sin la guía de Tacaélel, vieron en Cortés el regreso del Quetzalcóatl esperado y se postraron a sus pies.
Fue aquella, también, la primera vez del “voto útil inútil”: una alianza de todos en contra, pero a favor de nada. Hicieron aliado al enemigo de su enemigo por el hecho de serlo, aunque lo fuera también de ellos mismos. La Malinche y los viejos sacerdotes tlaxcaltecas —ya para entonces tres veces derrotados—, y antes de ellos los señores de Cempoala, vieron a los españoles como teules (dioses), no como hombres. Teules para “que nos ayuden y defiendan de nuestros enemigos y traigámosles aquí luego con nosotros, y démosles mujeres para que de su generación tengamos parientes”.
El dedo ya no designaba al mejor, solo al primero que no fuera el sujeto de sus miedo y fracasos. Siglos después, demócratas sin adjetivos —pero sí con fobias— rescatarían la figura con Vicente Fox y La Pestañitas al frente: quitar a uno y para llegar a la nada: Sacar al PRI de Los Pinos para meter la impotencia de la frivolidad. Porque no se puede elegir adjetivando solo a lo odiado: una cosa es tener la razón en el odio y otra en la elección.
Pero no adelantemos vísperas. Por tres siglos gobernaron estas tierras unos reyes europeos que nunca las pisaron. Su dedo desde el reino de Castilla nombraba virreyes que, aquí, eran recibidos con arcos de triunfo y flores, para luego “obedecer y callar”.
Nuestra Independencia no fue de España ni de sus, entonces, dos reyes, a cuál más inútiles ambos: Carlos IV y Fernando VII, prisioneros de Napoleón en un palacete en Roma, con el esperpento de María Luisa, reina esposa y madre, y su amante y válido de los tres y de España: Godoy.
La independencia se alzó contra el invasor francés y en defensa del destemplado Fernando VII. Fue muchos años después que el declive de la monarquía española llevó a la firma de los Tratados de Córdoba y lo primero que con ellos hizo Iturbide fue proclamarse emperador. Y desde entonces, ¡cuántos otros intentos!
Vendría luego un personaje ahora muy presente en espíritu y cinismo políticos: Santa Anna. Su única gracia fue hacerse una y otra vez de la presidencia de cuanta forma fuera. Ya en ella, renunciaba, se daba un autogolpe de Estado o inventaba cualquier malabar para volver a luchar por la silla. Nada más fue presidente ¡doce veces!, y eso que no se había inventando la revocación de mandato. El entierro de su pierna desmembrada en una capilla de la Catedral Metropolitana con procesión y tedeum es tan propio de los tiempos presentes que mueve a lágrimas y espanto.
Luego entonces, cómo no iba a ser normal, al menos para algunos, el dedazo sobre un iluso noble austriaco de rizos desteñidos y loca esposa. ¡Ay, mis hijitos, por qué nos tocan puras Carlotas!
Juárez —que nunca gobernó sin suspensión de garantías— no se eternizó en el poder porque le ganó la muerte, pero Díaz lo hizo. Obregón lo intentó y fue asesinado en el parque de la Bombilla; Calles lo leyó a tiempo e instauró el Maximato que Cárdenas borró de un plumazo y lo mimetizó en PRI, que el mismo Cárdenas consolidó. El priato rescató el sacramento del dedazo y lo llevó a los niveles más sublimes de abyección. Hoy López Obrador busca superarlos en lastimosa versión opereta de corcholatas.
Resumiría el problema sociológico político en El Candidato Ideal.
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