Mujeres líderes, expertas y activistas se reúnen para construir la agenda de género de la CDMX
Por todos lados había un brillo extraño. Parecía como si de tu interior hubiera brotado todo ese recubrimiento, como si hubieras nevado sobre mi casa y dejado únicamente tu aroma. Porque tu cuerpo ya no estaba.
canva.com
Te pensé. Flotaste en mis ideas mientras intentaba despertarme, pero mis ojos no se abrían como yo quería. Me revolvía inquieto entre las sábanas, y distintos sonidos agudos confundían mi mente. Sentía las manos frías y hormigueantes. Hacía viento, las ventanas estaban abiertas, pero yo no recordaba haberlas dejado así. Tu aroma serpenteaba en mi habitación como una espiral errante, pero no sabía aún si estabas ahí.
Cuando abrí los ojos, la mañana estaba blanca, muy blanca. Las paredes de mi casa, que solían ser de color crema, parecían recubiertas de una capa de mármol o conchas de mar, pulidas por algún ocioso. Por todos lados había un brillo extraño. Parecía como si de tu interior hubiera brotado todo ese recubrimiento, como si hubieras nevado sobre mi casa y dejado únicamente tu aroma. Porque tu cuerpo ya no estaba.
Mientras aún no podía despertar, creí ver que tenías alas. Pero no eras ya humana, sino una cacatúa ninfa completamente blanca, de un tamaño mayor a las que había visto y con una cresta dorada. Y emitías un canto embriagante, una canción de cuna que de pronto se había vuelto sensual, que revolvía mi interior y que me daba la sensación de estarme dando un festín infinito de comida en donde cada sabor se quedaba en mi lengua por más tiempo y mi estómago era como un barril donde cabía todo.
Esa mañana blanca Coyoacán amaneció sumergida en una neblina terrible, como nunca antes. Esas nubes blancas que descienden y cubren hasta los sueños son más comunes en las montañas altas, en los bosques jóvenes y oxidados, o en las mentes errantes que de pronto parecen detenerse ante la nada. Pero esta vez nuestro pueblo vuelto ciudad estaba así, y el Sol sólo filtraba su luz a través de esas nubes. Era como si también hubieras nevado afuera.
Y mientras contemplaba a los árboles centenarios cubiertos de esa lana de borrego flotante, te vi volar en las alturas. Incluso las otras aves te miraban extraño. Seguí tu vuelo caprichoso. Vi cómo la gente continuaba con normalidad ese día. Los vendedores de globos y de chatarra seguían distribuidos por toda la plaza, y el hombre de los tamales y atoles requería de seis manos para atender los pedidos. Los que vendían hierbas aromáticas también vendían muy bien, lo mismo que los que ofertaban santitos en miniatura. Los ausentes eran los organilleros, que sospechosamente se encontraban llorando en las esquinas sin que nadie los volteara a ver.
Nadie se atrevía a manejar con tanta neblina, y las esquinas de las calles estaban bloqueadas por distintos choques de los que se atrevieron a hacerlo muy temprano. Los rostros de las personas estaban pálidos, sus ojos parecían traslúcidos. Te veía volando entre ellos, quienes sólo te señalaban con el dedo mientras te ibas más lejos. El agua de las fuentes creaba figuras extrañas entre las nubes y nadie perdía el tiempo intentando sacarse fotos ahí.
Veía e imaginaba el interior de tu cuerpo, sin esas plumas. Como si detrás de ellas siguiera tu figura humana reducida, que mis manos recuerdan tan bien. Pensaba que sólo era un disfraz, un encanto tuyo de vestirte de esa forma por complacerte a ti misma. Juro que escuché varios aullidos de coyote, como si los numerosos animales de piedra que decoran nuestras calles hubieran despertado de su letargo y reclamado esa tierra intermedia entre los manantiales, el lago y las montañas, donde fluían antes los acueductos y las conversaciones silenciosas.
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