Panóptico


Dios sufriente e infantil

El riesgo de ser dios en la tierra es terminar crucificado.

#TheBunkerNoticias | Dios sufriente e infantil
Por: Luis Farias Mackey
  • 26/03/2022

El cristianismo de López Obrador le viene como anillo al dedo a su infantilismo. Proyectar el sufrimiento humano en una figura divina es algo muy propio y antiguo del hombre. Los dioses sufrientes siempre han acompañado a la humanidad. Osiris, antiguo dios egipcio, era un dios sufriente: dios muerto y de los muertos. En Egipto también los reyes dioses —faraones— cuando envejecían, enfermaban, tenían una mala cosecha o azotaba una plaga eran ejecutados. Prometeo es otra divinidad sufriente por toda la eternidad y Cristo es el dios crucificado. En el Valhalla los dioses hallaron su ocaso. Aquiles —semidivino— estaba condenado a morir joven para ser el mayor de los héroes.

A los hombres nos es difícil aceptar el sufrimiento, para soportarlo lo proyectamos en algo más allá de nosotros. El dios sufriente nos libra de nuestros pecados y pesadumbres. La metafísica de las tribulaciones de la verdad.

Cristo, se dice, hace suyas todas miserias y faltas, y con su muerte redime nuestros pecados, ¡muerte de un dios! en la insoportable agonía de la cruz. Proyección, le llama el psicoanálisis a transferir nuestros sufrimientos en otro que los resuelvan o paguen.

Pero al librarnos de nuestros problemas y responsabilidades nos rehusamos a madurar: “Seguimos siendo niños”, dice Jung.

Para él, sólo maduramos cuando decimos: “Se trata de lo mío, de mi vida; mi sufrimiento me pertenece y no puede ser proyectado en nadie más”. Aceptar el principio de la realidad por sobre el del placer.

Pues bien, para nadie es desconocido el cristianismo político de López Obrador, la disciplina religiosa de su movimiento, sus aspiraciones a Mesías y su oportunismo místico, empezando por la asociación de su organización con la virgen guadalupana, siendo él un cristiano confeso, no un católico. Para él, Cristo, el dios sufriente, es una constante en su teología política. Él vino a salvar a los más pobres muriendo por ellos en la cruz, aunque no a sacarlos de la pobreza. En y para él, Cristo es el responsable de resolver las culpas de su gobierno, mientras que de los problemas nadie se ocupa, incluso los de su propia casa.

En su caso personal, López nunca se ha hecho cargo de sus pecados y responsabilidades. Tiene la gran capacidad de proyectarlos siempre en otros, a veces sus divinidades y, cuando no, en sus adversarios. Por eso sus mejores papeles son los de víctima y apóstol.

Siempre ha habido y habrá en su camino demonios en acecho a sus pasos que empantanan sus sueños y convierten en tlayudas sus logros. ¿Por qué habría él de asumir sus sufrimiento y responsabilidad, si, o hay un Cristo sufriente que enfrenta en su nombre sus pecados, y un malvado que día a día le gana todas las partidas, sin importar el poder absoluto que concentra?

Es por ello que es incapaz de gozar su triunfo y realizar su presidencia; prefiere dejar todo e inventarse una contienda revocatoria que lo lleve de nuevo a defenderse del mal de los “conservas”, a victimizarse hasta de su propia sombra y convertir lo que es una responsabilidad pública y política, en una competencia narcisista ante el espejo opaco de su endeble personalidad psicológica.

Su problema, sin embargo, no termina ahí: empieza. En su persona se juntan dos papeles incompatibles, el del hijo necesitado y el del padre todopoderoso. El presidencialismo mexicano tiene una gran carga de la figura paterna; carga que asumen, por un lado, los presidentes en su papel de dador y encarnación de la patria, y, por otro, sobre ellos proyecta el pueblo en una relación perversa y enfermiza.

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Es nuevamente Jung: a veces proyectamos nuestros sufrimientos en la figura paterna: “Soy tu hijo; puedes llevar toda la carga. No puedo trabajar y ganar dinero porque me duele; no consigo llevarme bien con la gente; debes llevarte bien con ellos por mí”.

Poder, justicia y democracia no son otra cosa que formas de relación en la pluralidad, de allí que dependan de la capacidad del individuo de establecer y mantener relaciones maduras con los otros. De allí el daño que las sociopatías infringen sobre ellas.

Pues bien, López Obrador siempre ha sido ese hijo inválido y necesitado, reclamando a la vida todos sus sufrimientos y esperando del padre, proyectado en el pueblo, su entera solución. Al mismo tiempo de justificar ante el padre (pueblo) todos su yerros e incapacidades al proyectarlos y excusarlos en la presencia ingrata del otro, el malvado adversario causante del mal en su mundo. Pero resulta que, en su juego, el pueblo bueno, lo eligió en el papel de padre encargado de resolver de todos los problemas.

Y así, López es al mismo tiempo el hijo inválido y el padre dador. Son los riesgos del totalitarismo que, al concentrar toda pluralidad concentran también sus contradicciones inherentes. En este caso de proyecciones familiares —de dependencia absoluta— al ámbito político —de ciudadanos maduros y responsables—, los presidentes asumen sin saberlo las veces de los reyes dioses de Egipto que cuando las cosas les salen mal pasan a ser dioses sufrientes, asesinados por revueltas o, bien el de cordero pascual nacido para redimir los pecados en la cruz.

Así, López es a la vez víctima de su cristianismo político y personalidad infantil. En el primer caso hay un dios que limpia por él los pecados del mundo, en el segundo jamás asume sus sufrimientos, yerros y responsabilidad. Y frente a esta esquizofrenia es, al mismo tiempo, el padre todopoderoso que debe salvar al pueblo de su impotencia infantil, ahora sí, encarnada en él mismo. Impotente compró el papel de un Cristo cuya crucifixión no da fruto alguno. Un mortal sufriente incapaz de admitir el sufrimiento —personal y de los demás— en el papel de padre dador impotente y dios sufriente más no salvífico. Algo así como un Cristo en el papel de Poncio Pilato.

La esquizofrenia es evidente: incapaz pero todopoderoso; triunfante pero impotente; un presidente al que los aeropuertos se le convierten antes de que termine la fiesta en tlayudas, su Palacio en prisión y su presidencia en tortura. Su infantilismo en busca de un Cristo y su necesidad de ser él mismo ese Cristo, lo llevaron a encontrar su propia cruz. Y sus feligreses, en busca de un papá todopoderoso y dador, hallaron un niño berrinchudo y victimista.

Publicado en LFMOpinión.

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