Mujeres líderes, expertas y activistas se reúnen para construir la agenda de género de la CDMX
El riesgo de ser dios en la tierra es terminar crucificado.
lfmopinion.com
El cristianismo de López Obrador le viene como anillo al dedo a su infantilismo. Proyectar el sufrimiento humano en una figura divina es algo muy propio y antiguo del hombre. Los dioses sufrientes siempre han acompañado a la humanidad. Osiris, antiguo dios egipcio, era un dios sufriente: dios muerto y de los muertos. En Egipto también los reyes dioses —faraones— cuando envejecían, enfermaban, tenían una mala cosecha o azotaba una plaga eran ejecutados. Prometeo es otra divinidad sufriente por toda la eternidad y Cristo es el dios crucificado. En el Valhalla los dioses hallaron su ocaso. Aquiles —semidivino— estaba condenado a morir joven para ser el mayor de los héroes.
A los hombres nos es difícil aceptar el sufrimiento, para soportarlo lo proyectamos en algo más allá de nosotros. El dios sufriente nos libra de nuestros pecados y pesadumbres. La metafísica de las tribulaciones de la verdad.
Cristo, se dice, hace suyas todas miserias y faltas, y con su muerte redime nuestros pecados, ¡muerte de un dios! en la insoportable agonía de la cruz. Proyección, le llama el psicoanálisis a transferir nuestros sufrimientos en otro que los resuelvan o paguen.
Pero al librarnos de nuestros problemas y responsabilidades nos rehusamos a madurar: “Seguimos siendo niños”, dice Jung.
Para él, sólo maduramos cuando decimos: “Se trata de lo mío, de mi vida; mi sufrimiento me pertenece y no puede ser proyectado en nadie más”. Aceptar el principio de la realidad por sobre el del placer.
Pues bien, para nadie es desconocido el cristianismo político de López Obrador, la disciplina religiosa de su movimiento, sus aspiraciones a Mesías y su oportunismo místico, empezando por la asociación de su organización con la virgen guadalupana, siendo él un cristiano confeso, no un católico. Para él, Cristo, el dios sufriente, es una constante en su teología política. Él vino a salvar a los más pobres muriendo por ellos en la cruz, aunque no a sacarlos de la pobreza. En y para él, Cristo es el responsable de resolver las culpas de su gobierno, mientras que de los problemas nadie se ocupa, incluso los de su propia casa.
En su caso personal, López nunca se ha hecho cargo de sus pecados y responsabilidades. Tiene la gran capacidad de proyectarlos siempre en otros, a veces sus divinidades y, cuando no, en sus adversarios. Por eso sus mejores papeles son los de víctima y apóstol.
Siempre ha habido y habrá en su camino demonios en acecho a sus pasos que empantanan sus sueños y convierten en tlayudas sus logros. ¿Por qué habría él de asumir sus sufrimiento y responsabilidad, si, o hay un Cristo sufriente que enfrenta en su nombre sus pecados, y un malvado que día a día le gana todas las partidas, sin importar el poder absoluto que concentra?
Es por ello que es incapaz de gozar su triunfo y realizar su presidencia; prefiere dejar todo e inventarse una contienda revocatoria que lo lleve de nuevo a defenderse del mal de los “conservas”, a victimizarse hasta de su propia sombra y convertir lo que es una responsabilidad pública y política, en una competencia narcisista ante el espejo opaco de su endeble personalidad psicológica.
Su problema, sin embargo, no termina ahí: empieza. En su persona se juntan dos papeles incompatibles, el del hijo necesitado y el del padre todopoderoso. El presidencialismo mexicano tiene una gran carga de la figura paterna; carga que asumen, por un lado, los presidentes en su papel de dador y encarnación de la patria, y, por otro, sobre ellos proyecta el pueblo en una relación perversa y enfermiza.
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