Espiral


México, vértice y base

México no es sólo un ombligo.

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Por: Luis Farias Mackey
  • 12/02/2022

Carlos IV era un gordo vestido de olanes con cara de retardado, no el romano fornido inmortalizado por Tolsá en la escultura de El Caballito, única del monarca en el mundo. En España nadie se atrevería a erigir ninguna en sus memorias. Los retratos que de él sobreviven, pintados por Goya, se conservan por su valor artístico, no político.

Carlos IV dedicó sus días a poner a la hora y dar cuerda a su colección de relojes, a jugar de cornudo mientras el esperpento de María Luisa retozaba con Godoy en el tálamo real, al grado de ser llamados por el pueblo: "la puta, el cabrón y el alcahuete", y a abdicar. Sólo del trono de España lo hizo tres veces.

Guiado por Godoy, que nunca pisó un campo de batalla, le declaró la guerra a Napoleón en alianza con Inglaterra, para firmar luego y por separado una paz ominosa con Bonaparte y, en consecuencia, quedar en guerra con Inglaterra. Las arcas de España se vaciaron. España perdió en la mesa Ohio, Florida, Luisiana y Santo Domingo, y además fue invadida por Francia. Llegó así 1808 y el motín de Aranjuez tiró al odiado Godoy e hizo abdicar, por primera vez, a Carlos IV en favor de su hijo Fernando VII. El abdicado y el entronizado buscaron la protección del Napoleón, a quien se dirigieron como "mi señor y hermano" y prometieron "seguir en todo sus consejos". Mientras y para colmo, la esposa, madre y amante suplicaba a Murat por la vida de Godoy en manos de los ministros de su hijo "que son muy crueles" y le confiaba que éste, Fernando VII, "es falso, (...) insensible, (...) dirigido por hombres malos y hará todo por la ambición que le domina, promete pero no siempre cumple sus promesas."

Cuando Fernando VII hace su entrada triunfal a Madrid, Carlos IV retira su abdicación, no sin antes avisárselo a Napoleón en los siguientes términos: "Me pongo absolutamente en sus manos para que disponga absolutamente de nosotros". Napoleón convoca entonces a ambos reyes a Bayona. Llegando, Fernando VII renuncia en favor de su padre, sin saber que aquél había abdicado por segunda vez un día antes, ahora en favor de Napoleón, cediendo "todos los derechos del trono de España e Indias".

Ante la ausencia de monarca(s) surgen en España de forma espontánea las Juntas Provinciales, antecedente directo de la diputación provincial de la Constitución de Cádiz de 1812. Un año antes se promulga el Reglamento de las Provincias que se hace extensivo a América para su aplicación provisional mientras se expide la nueva Constitución. Ramos Arizpe, ya para entonces incorporado como diputado de América a las Cortes que darían vida a aquella, propone una Junta Superior Gubernativa de las Provincias Internas de Oriente de la América Septentrional con siete miembros: dos de Coahuila, dos de Nuevo León, dos de Nuevo Santander y uno de Texas. En cada provincia habría una diputación provincial encargada de su administración.

Y ahí empezaron las desavenencias entre los diputados americanos y los españoles en el constituyente de Cádiz. Los europeos no reconocían representación política en la diputación provincial, únicamente atribuciones administrativas; los americanos sí. El temor de los primeros era que la representación política constituía un primer firme paso al federalismo, contrario a la monarquía que trataban de rescatar de Pepe Botellas.

La Constitución de Cádiz desapareció el cargo de Virrey y Fernando VII, reinstalado en el trono (1814), complicó aún más el cuadro para la Nueva España anulando la Constitución y desconociendo las expresiones y organización políticas que a su sombra habían surgido.

No nos equivoquemos, México es mucho más grande y diverso que cualquier visión única


Llegamos así a 1821, O'Donojú es nombrado por Fernando VII Jefe Político Superior, no Virrey, y su jurisdicción alcanzaba sólo sobre las provincias de Veracruz, Oaxaca, Puebla y México (ciudad). En los hechos, la Corona en el estertor de su colonialismo reconocía la forma de gobierno de las Diputaciones Provinciales, como respuesta a la ausencia de gobierno monárquico central y efectivo.

Iturbide no supo leerlo, se declaró emperador y metió a México en un conflicto no resuelto entre palpitaciones centralistas desde la cúspide del poder y la realidad plural, territorial y soberana del crisol que es el mexicano, estudiado por los mexicanistas tras la revolución de 1910.

La partidocracia que construimos y nos ha traído a la debacle que hoy vivimos e igual que Iturbide tampoco lo sabe leer y en tiempo presente pugna por pactos desde el vértice para enfrentar elecciones locales innúmeras y dispares, sin darse cuenta que con ello alimentan la visión, el poder y el juego centralista y centralizante que devora a México como Napoleón se cenó sin masticar a los dos inútiles monarcas.

España no necesitó de reyes para vencer la invasión napoleónica. Así en México, como a Iturbide, como a Bustamante y a Santa Anna, como a Maximiliano y como a Díaz, en su momento (Juárez se murió antes de dar oportunidad a ello), el mosaico federal de México sabrá imponer la realidad de su diversidad a la imposición artificialmente monocromática del México de un solo hombre. No hay una cuarta transformación, como no hay profetizado más futuro que el de la libertad de un México vibrante, plural e indómito, que no cabe en camisas de fuerza hiladas en la soledad de una cúspide incomunicada en el capricho delirante.

Ni Carlos IV, ni Fernando VII, ni Napoleón, supieron distinguir entre trono y Re-pública; entre corona y pueblo.

No nos equivoquemos, México es mucho más grande y diverso que cualquier visión única.


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