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Si observamos bien, lo extraordinario empieza a ser la ausencia de un gobierno horizontal de colaboración, tolerancia y autocontención. Una sociedad desintermediada, sin identidades ni lazos comunitarios. Un individuo aislado y masificado.

#TheBunkerNoticias | HOY
Por: Luis Farias Mackey
  • 11/12/2021

Extracto de conferencia en BUSINESS AND LEGALTECH, Octubre 2019

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“Vivimos tiempos de cambios extraordinarios”, escribió Maquiavelo.

Si bien toda generación suele ser tentada por hacer el génesis, los nuestros son momentos de pasmo: globalización, desterritorialización del capital, comunicación tecnológicamente mediada, migración mundial, calentamiento global, precarización social, vaciamiento del espacio público, desafección política, desencanto democrático, sociedad del conocimiento, pandemia global y populismos, por mencionar algo.

El riesgo de esta vorágine es que la política termine por parecernos prescindible. O, peor aún, épica.

En política hoy todo es cambio: el eje izquierda–derecha dejó de ser referente; las cuestiones sociales han sido desplazadas por asuntos de identidad, Derechos Humanos y medio ambiente. Los protagonistas tradicionales son desplazados, las condiciones se aceleran y los espacios se dilatan por las tecnologías de la información. Nuevas reglas del juego tocan a la puerta; inéditas formas de legitimación y participación ciudadana prueban su efectividad; distintas expresiones organizativas, sujetas a situaciones de alta flexibilidad, son demandadas.

Los partidos de masas presuponían sociedades estables y estratificadas en clases, actividades productivas y compatibilidades sociales y culturales; los papeles estaban definidos y las identidades consolidadas. No solo representaban, sino que en sus estructuras se hallaba cobijo, identidad, cauce cultural y valores societales. Hoy la sociedad se ha licuado adquiriendo la forma cambiante del recipiente que la contiene; sus interacciones se multiplican y transforman; las funciones sociales se confunden, las identidades mudan y los flujos se sobreponen al territorio. El voto de clase es cosa del pasado y el voto duro agoniza. El electorado es hoy indescifrable, infiel, volátil, intermitente. Pasamos del “cuerpo electoral” al “mercado electoral”; de las militancias a las clientelas.

Las demandas ciudadanas son cada vez más complejas, fragmentadas y cambiantes; las señales del electorado son difusas, inaprensibles y de difícil lectura.

Por sobre el partido y su programa, priva el candidato. La pertenencia ha llegado a parecer culposa; la infidelidad política… virtud.

Al privilegiar las dotes personales por sobre planteamientos programáticos e ideológicos, la política es presa de la tiranía de la imagen y de los medios; el electorado apuesta a símbolos; los gobiernos ya no construyen resultados, administran símbolos.

Las redes, su accesibilidad e inmediatez, impactan la discusión pública, que antes solo hallaba espacio y cauce en las estructuras partidarias, empresariales, sindicales o religiosas. Antes, para ser visto, manifestarse y relacionarse, era indispensable una estructura tradicional; hoy, basta un dispositivo electrónico para escenificar en el mundo. La horizontalidad en la comunicación, sin embargo, no comunica mejor y su mediación casi nunca es desinteresada.

De hecho, la intermediación en todas sus expresiones cruje junto con los viejos modelos de comunidad y comunicación.

El financiamiento público pervirtió la vida partidaria; los partidos, más preocupados en conservarlo que en abanderar causas y representar militancias, terminaron por aislarse; su objetivo se concretó a conservar parcelas de poder. La otrora dinámica del militante quedó enterrada bajo toneladas de despensas, sacos de cemento y tarjetas clientelares.

La irresponsabilidad de ofertar sin medida ni compromiso ha volado por los aires las expectativas ciudadanas, en tanto que las posibilidades reales de la gobernanza han disminuido en términos reales.

Hacer política denostando a la política es una moda efectiva pero suicida.

El discurso político se vació de contenidos, se hizo irascible, se plegó al escándalo; dejó de ser deliberativo y aglutinador. No se discursa para convencer, sino para aparecer. No hay compromiso con la verdad; la ética se reduce a estribillos discursivos. No se busca consenso, sino audiencia y polarización.

La simplificación de problemas y soluciones, la sobreventa de expectativas, la rijosidad de cantina, la fantasía irresponsable y la victimización histérica pueblan hoy la narrativa política. Todo se espectaculariza, radicaliza y dramatiza en el altar mediático de una realidad de sensaciones y percepciones, no de hechos y mucho menos de razones.

Finalmente, la corrupción e impunidad han sido la cereza de la malquerencia ciudadana a la política y al político.

A nivel internacional un nuevo tipo de guerra fría toca las puertas del infierno sin Churchills, Orwells, Arendts y Bertrand Russells a la vista.

Tal es nuestro tiempo: “Lo pasado no alumbra el porvenir; el espíritu marcha en tinieblas”, en palabras de Tocqueville.

Pero en esas tinieblas hay algo incontrovertiblemente: no hay vuelta atrás. No vivimos una pesadilla de la que habremos pronto de despertar a la realidad conocida.

No hay lugar para la añoranza. No nos queda, como decía Paz, más que la desnudez o la mentira. La seguridad de lo conocido suele ser espejismo de comodidad, pero no necesariamente orienta la acción eficaz.

Siempre existe una tensión entre mandar y aprender: el poder está diseñado para ordenar, no para aprender. Hoy más que nunca el poder tiene que aprender y, por qué no, desaprender aquello que ha acreditado su ineficacia.

Pero lo que hace al mando es la obediencia, de allí que en esa relación sean ambos sujetos, el que manda y el que obedece, los obligados a aprender conjuntamente. No se trata, pues, de un aprendizaje individual, sino colectivo.

No se trata de dolernos frente al abuso del poder, como de aprender a refrenarlo.

Nuestra experiencia política se ha orientado a estudiar cómo se accede al poder, en vez de cómo se le hace efectivo; sabemos todo sobre campañas, marketing e imagen; muy poco sobre buen gobierno.

Ha llegado el momento de la modestia y humildad para el poder. Éste debe claudicar de su obsesión normativa de decirle a la gente qué hacer y qué pensar, para pasar a aprender el arte de gobernar con lo gente, no solo a la gente. Por igual, corresponde a los ciudadanos adquirir nuevas competencias, inteligencia organizativa y pública, estructuras, procesos y reglas colectivas. La gobernanza efectiva en el siglo XXI requiere colaboración organizada.

Lo que acabó fue el monopolio de los partidos políticos, no la necesidad de organizar y mediar la acción política, expresar y representar su pluralidad, procesar sus tensiones en la toma de decisiones colectivas. Toda participación social requiere de organización y su pluralidad de expresión y representación.

La crisis global de política y representación ha cuestionado la necesidad del espacio público; en su revaloración nos jugamos libertades y derechos. Hoy, más que nunca, es necesario y urgente reconstituir, garantizar y proteger el espacio público, la Re-Pública en su acepción de asunto relativo a todos; a riesgo de convertir la pluralidad en masa y la libertad en sometimiento.

Algunos se alarman y añoran tiempos agotados, pero las democracias maduras, son aquellas que “dejan de reverenciar a sus representantes y administran celosamente su confianza en ellos”.

Todos los días confirmamos en nuestro aprendizaje que la política como simple confrontación de intereses y poderes es estéril, que para construir algo verdaderamente común tenemos que convertir la controversia en colaboración y que ello demanda tolerancia entre actores y propuestas, así como contener expectativas propias y admitir compartir las de los demás.

De allí el riesgo de entender la política épicamente, en tanto lucha y polarización, no en tanto espacio de encuentro y construcción, como aquello que nos es común, que media entre nosotros, lo que “es entre”: “inter es”. Llenar el espacio público de discursos negativos no conduce más que a desencuentros.

Cuidémonos por igual del monólogo colectivo, la conversación política, cuando es con quien piensa igual que nosotros es endogámica. La verdadera deliberación es plural y tolerante.

Por eso, con Innerarity, entendemos la política como “un intento de civilizar el futuro, de impedir su clausura o su colonización por un pasado determinante, por el cierre de oportunidades o por la mera inercia administrativa.”

Para Martin Heidegger la normalidad no llama la atención; son las cosas fuera de lugar, atípicas, novedosas, cambiantes, esas que “se alejan de la norma”, las que sacuden nuestro entendimiento y cimbran nuestras presunciones. Para Platón es el asombro el origen de todo conocimiento.

Hoy lo extraordinario nos corresponde, no como moda o postín; por obligación. Si observamos bien, lo extraordinario empieza a ser la ausencia de un gobierno horizontal de colaboración, tolerancia y autocontención. Una sociedad desintermediada, sin identidades ni lazos comunitarios. Un individuo aislado y masificado. Una deliberación cacofónica. Una política reducida a símbolos. Una gobernanza selectiva, sostenida a golpes espectaculares de desencuentros. Una política magra de causas y obesa en consignas. Una sociedad líquida con la que se juega todos los días trasvasándola en los distintos recipientes de la gesta épica de un gobierno que, cual doble AA, vive en un horizonte de día a día.

Concluyo: la solución está en la raíz lingüística de política; en la polis, en la comunidad organizada y normada de seres humanos, sustento inmanente de todo poder.


Publicado en LFMOpinión.

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