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The Beatles: un club de corazones no tan solitario (parte 1)

La llegada de The Beatles: Get Back devuelve a la mesa la discusión sobre el proceso creativo detrás de la música popular, pero también su reivindicación como arte sin necesidad de caer en el elitismo cultural.

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Por: Francisco Cirigo
  • 28/11/2021

Son incontables los grandes hombres y mujeres que han destacado a lo largo de la historia. Pedestales se erigen para nombrar a todo aquel que, ya sea por medio del arte o de la ciencia, marcan pautas y paradigmas. De entre todos los tótems y efigies culturales del siglo pasado sobresalen cuatro porque su aporte a la cultura superó toda expectativa. Hablo de un cuarteto de jóvenes oriundos de Liverpool, Inglaterra: The Beatles.

Era el año de 1965 y después de cinco álbumes oficiales grabados entre el estruendo de los conciertos inundados por el griterío de adolescentes fanatizados, la grabación de un par de películas (A Hard Day's Night y Help! ) y toda la parafernalia mercantil que los rodeaba, los Beatles iniciaron su ascenso a las ligas mayores del arte con la salida de su sexto Lp titulado Rubber Soul. En este álbum se mantiene la temática romántica del cuartero pero con dosis de sano humor (“Drive My Car”), ironía y reclamó (“I’m Looking Through You”) e incluso una visión más cruda y madura del amor como en la bellísima “Girl". También tenemos un disco con una mayor amplitud introspectiva y creativa que la de sus rítmicos predecesores.

A pesar de este logro sin precedentes en la música popular (quizá sus mejores parangones se hallen en el entonces inmejorable sonido Motown), a los Beatles se les seguía considerando un mero “producto cultural” (algo que jamás dejarían de ser) siguiendo las nociones de los teóricos alemanes de la Escuela de Frankfurt, Thedore Adorno y Max Horkheimer y de las relevantes ideas sobre el “aura artística” del crítico Benjamín Walter.

En su texto La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, Walter nos explica cómo es que la aparición de la fotografía cimbró los cimientos de lo que se apreciaba como artístico. Las pinturas, esculturas, obras arquitectónicas y toda aquella gama de obras que por su unicidad eran comprendidas como inigualables e irreproducibles y cuya esencia se fundamentaba en su origen mismo; en otras palabras, que mientras más cercana estuviera la obra de arte de su creación (esto incluía desde las restauraciones sufridas hasta la cantidad de dueños e incluso las condiciones ambientales a las que haya sido expuesta) mayor es el aura que posee. La fotografía, la radio y el cine provocaron un surgimiento de nuevas nociones acerca del arte, pero su posterior estandarización y producción en serie los devaluó a tal grado que para gente como Walter, Horkheimer y Adorno no eran más que una mascarada simplista de lo que en realidad era el arte, de ahí que los dos últimos acuñaran el término “industria cultural” (Adorno y Horkheimer, 1944-1947).

Para estos filósofos alemanes los productos culturales tenían una función enajenante en la sociedad y sustituían la apreciación y el trabajo intelectual e introspectivo de los sujetos por entretenimiento (amusement), la búsqueda del placer no se da ya en los individuos por medio de la apreciación sino por una vía predeterminada por la industria cultural para combatir el aburrimiento y prepararlos para afrontar la monotonía esclavizante del trabajo. Toda intención creativa es evitada pues se mantiene a la masa en un constante sonambulismo intelectual.

La llegada del gramófono y de los discos de vinilo del alemán Emile Berliner también caía en el dilema de la pérdida de aura artística por su alejamiento, tanto en calidad sonora como en presencia física, del sonido de origen pues, al igual que pasaba con la fotografía y el cine, sólo daba cuenta de una experiencia parcial.

Hasta este punto de la historia (estamos hablando de los años cuarenta) era evidente que la Teoría Crítica tenía fuertes argumentos en contra de la industria cultural. Los años de fascismo y el exilio daban a los autores puntos de vista que de haber existido otras situaciones sociales y políticas no hubiesen sido posibles de observar y se enmarcarían mayormente a una especie de elitismo cultural y no a una crítica profunda y aguda sobre la función del producto cultural. Sin embargo, The Beatles comprobaron a su debido tiempo que el único principio inmutables es aquel que dicta que todo cambia y para probarlo es necesario ahondar en las circunstancias que dieron vida al Rock and Roll.

Al compás del reloj: el nacimiento del rock


Con la inminente llegada de la industria musical debida a los discos de vinilo y su mejoramiento técnico, esta actividad se volvió inmensamente popular y ahora era posible disfrutar música sin la necesidad de estar presente en una sala de conciertos. A pesar de todas las influencias tanto musicales como sociales que convergieron para dar vida al rock, a pesar de lo endeudado que se encuentre éste que para muchos es un estilo de vida, lo aportación más destacable y que muchas veces se olvida es que el rock inauguró una visión completamente nueva del mundo: la visión de la juventud. Antes del rock and roll de Chuck Berry y Elvis Presley, la noción que se tenía de los jóvenes era la de pubertad, de ahí se pasaba sin más ni más a la adultez. No existía un proceso cultural como es visto en nuestros días donde los jóvenes representan un sector específico de la sociedad.

A pesar de ser oriundo del frío y fronterizo estado de Michigan, William John Cliffton Haley era un tipo blanco y robusto que gustaba más de ritmos y melodías sureñas. Sus cálidas preferencias lo llevaron a cantar country y a escuchar y admirar a gente como Hank Williams. Es irónico que su éxito y fama vinieran de otra vertiente que en gran medida fungió como una antípoda a esos géneros: el rock and roll.

Corría el año de 1954 y en el viento se sentía un cambio. Las sombras ominosas de la posguerra y la división del mundo en dos bloques ideológicos y económicos (claramente simbolizados con el muro de Berlín) se cernían amenazantes sobre la conservadora sociedad estadounidense. En este ambiente de miedo y paranoia los jóvenes crecían menesterosos de algo que los sacudiera y diera sentido a su vida que se encontraba envuelta en capas y capas de aburrimiento.

Para esta fecha el joven John Cliffton ya había sentido esta necesidad y decidió hacerse un fleco que tapara su incipiente calvicie y cambiar su nombre por aquel que lo inmortalizaría: Bill Haley. Él, junto a un grupo de entusiastas conocidos como los comets, se habían apropiado de un ritmo de raíces negras que sacudía los guetos y cuyos mejores exponentes se paseaban con inusitada enjundia detrás de los nombres de Chuck Berry, Little Richard y Fats Domino. Un año antes, Bill Haley and His Comets dieron el primer paso con su canción “Crazy Man, Crazy” pero la que los inmortalizaría sería “Rock Around the Clock.”

Al principio “Rock al compás del reloj” (como se le conocería en nuestro país) tuvo una aceptación menor, pero cuando el 25 de marzo de 1955 se estrenó en las salas de cine la película Blackboard Jungle de Richard Brooks, se convertiría en un fenómeno nacional al alcanzar el primer puesto en el chart estadounidense. La película estaba basada en la novela homónima y francamente era bastante mediocre. No obstante, la primera escena mostraba al gordo Bill y a su banda interpretando salvajemente “Rock Around the Clock”. Desde entonces el Olimpo los guardaría.

Pese a su importancia musical, el mayor logro de Bill Haley se lo debe a su peso histórico, pues se adelantó por cerca de dos años a otros rocanroleros blancos como Gene Vincent, Jerry Lee Lewis, Carl Perkins e incluso del mismísimo rey Elvis Presley, pero si queremos llegar a las entrañas de la bestia debemos de regresar algunos años a los estados racistas del sun belt gringo.

Al principio estaba el blues y el Misisipi. El joven Robert Johnson, conocido como el “Rey del Blues del Delta” es quizá el primer miembro y el menos conocido del llamado “Club de los 27”, es decir, artistas relacionados de alguna forma con la tradición rockera y que han muerto a esa edad (27 años); sin embargo, su existencia fue anterior por mucho tiempo a la sola mención del término rock and roll como ritmo por Alan Freed (la expresión era un eufemismo utilizado por los negros para referirse al acto carnal) y su historia está llena de huecos que han sido rellenados con leyendas y mitos.

El mito más interesante acerca de este guitarrista y cantante se relaciona con su pericia instrumental. Cuenta la leyenda que el joven Robert Johnson era un armoniquista bastante competente cuando tocaba con el guitarrista pionero del folk blues Eddie James House Jr, mejor conocido como Son House. Sin embargo, durante el jam sonoro de las sesiones blueseras de Son House y compañía, Johnson no destacaba por su melodía guitarrística así que su jefe le hacía callar. En lugar de guardar rencor, Robert Johnson prometió que se iría pero regresaría convertido en el mejor guitarrista, nadie le hizo caso en ese momento.

Pasó un tiempo del éxodo de Johnson y cuando este regresó lo hizo con una guitarra de palo en la espalda y un estilo novedoso y depurado. El sonido de sus seis cuerdas se caracterizaba por una finura insospechada pero que no perdía la crudeza. Nadie podía creer la evolución. Son House sentenció sin un solo dejo de broma o sarcasmo: “Le había vendido el alma al diablo para tocar así”

Lo demás está documentado, hizo giras por todo el sur de los Estados Unidos y grabó 29 canciones entre las que destaca “Crossroads”, canto desesperado de un bluesman que busca redención y recuperar sin éxito su alma. Así nació la leyenda de Robert Johnson y a la postre la vértebra misteriosa y mágica del Rock and roll.

En nuestro recorrido por los senderos del rock no podemos ignorar la parte más importante y que constituye su quintaesencia: la electricidad. Si bien Robert Johnson dejó una escuela que persiste hasta nuestros días, el impulso definitivo vendría de la improvisación jazzística (sobretodo por su estructura sincopada y académica) y al estruendo eléctrico del blues de Chicago a cargo de McKinley Morganfield, mejor conocido como Muddy Waters.

El Jazz es un género musical de raíces blueseras que combinaba la pasión y dolor de los campos de algodón y de una historia que giraba alrededor de siglos de esclavismo con elementos propios de la música clásica europea. Esta vertiente no sería tan evidente en el primer rock and roll que se construía sobre un sencillo ritmo de 4/4, pero sería vital durante el desarrollo del mismo en la década de los 60. Artistas y músicos que serían pilares para las generaciones venideras son Louis Armstrong, Bessie Smith, John Coltrane, Miles Davies y el inconmensurable Charlie “The Bird” Parker.

En cuanto al blues de Chicago, Muddy Waters inventaría un estilo estridente, curtido y directo que oscilaba entre su rasgueo persistente y el sensual sonido del slide . Como ejemplo está esa piedra filosofal que es “Rollin’ Stone”, la que por supuesto daría nombre a la banda inglesa liderada por Mick Jagger y Keith Richards, a la revista de cultura pop fundada por Jann Wenner y a la canción de Bob Dylan “Like a Rolling Stone”. La influencia de Muddy Waters sería definitiva para el rock inglés en la segunda mitad de la década de los 60 pero de inicio lo fue para ese gran guitarrista y verdadero padre del rock and roll: Chuck Berry.

Nacido como Charles Edward Anderson Berry, Chuck Berry es injustamente considerado sólo un pionero por la crítica en general, aquella que busca sesudamente orígenes en el campo técnico y que pierden la perspectiva sobre la esencia rockera o como diría José Agustín: “La gran tradición rocanrolera”. El aporte definitivo de Chuck Berry fue como guitarrista. Sus solos iniciales en canciones como “Roll Over Beethoven” y especialmente la importantísima “Johnny B. Goode” (vaya juego de palabras) sentaron la base de lo que sería el rock and roll en la mayor parte de sus subgéneros: atractivo, sencillo y divertido.

Mientras tanto, en una ultra conservadora isla de Europa occidental, una agrupación de jóvenes músicos oriundos de Liverpool formaron en 1956 una banda de skiffle que hacía sus pininos en fiestas y bailes escolares. Su nombre era The Quarrymen y estaba compuesto principalmente por John Lennon, Paul McCartney, George Harrison y Stuart Sutcliffe. La historia los consagraría casi una década después, primero, emulando excelentemente a esa negritud inconmensurable; después, fundando un sonido propio que revolucionaría al mundo. Así se plantó la semilla de la British Wave y la beatlemanía.

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