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Levantamiento contra la racionalidad

No importa la razón, sólo el poder. La guerra contra el racionalidad tiene por enemigo la cultura en todas su expresiones, de allí que lo primero que busca destruir es el pensamiento libre y el cuestionamiento como método.

#TheBunkerNoticias | Levantamiento contra la racionalidad
Por: Luis Farias Mackey
  • 25/10/2021

‘Cuando se inicia y desencadena una guerra lo que importa no es tener la razón sino conseguir la victoria’.
Hitler a sus jefes militares, 22 de agosto de 1939

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La envestida contra la UNAM se inscribe en dos ámbitos. Uno interno que tiene que ver con la sucesión del rector Graue en 2023 y que López Obrador desde ahora piensa utilizarla como ariete de su campaña en curso al 2024.

No hay nada en la realidad nacional que el presidente no vaya a utilizar para apuntalar su proyecto electoral del 24.

El problema es que al jugar con la UNAM travesea con fuego y las cosas, como hasta ahora, se le pueden salir de control. Allí están las llamas y cenizas de todo lo que ha tocado a lo largo de su camino, desde las guarderías y los niños con cáncer, pasando por millones de desamparados por el FONDEN, hasta la migración, salud, economía y clima de crispación.

En una segunda vertiente, la escalada es aún más profunda y alarmante, es un ataque directo al pensamiento libre y a la deliberación ilustrada. A López Obrador no le gusta pensar, lo suyo son inventivas y ocurrencias, no edificios racionales. Menos aún le gusta debatir, él fustiga y dicta, sentencia y descalifica, pero es incapaz de contestar directa y racionalmente a cualquier planteamiento de fondo.

Sea cual sea el tema y su trazado la respuesta siempre es la misma: están muy dolidos porque no les dejo robar, porque la corrupción…

Su lenguaje es etéreo y poblado de lugares comunes y frases de impacto, pero carente de toda concepción conceptual y perspectiva programática; busca acelerar la combustión interna de los rencores de cada quien, pero evita a toda costa meter la velocidad para que lo acelerado del motor se traduzca en movimiento.

Su discurso no lleva nada a la práctica, salvo los jugos gástricos, antes bien, busca atrofiar toda función, adormecer todo pensamiento, distraer con propaganda que nombra —sin perdonar la burla— didáctica. Finalmente imposibilita toda organización.

Su destino es la impotencia hecha bilis.

El viernes intenté una apretada comparación de los primeros tres años de Hitler con los de López: Sin duda aquél —para nuestro beneficio— fue más rapidito: antes del primer mes de su acceso al poder creó el primer campo de concentración en Dachau, del que Heinrich Himmler, jefe de la policía de Munich, describió oficialmente como "el primer campo de concentración para prisioneros políticos". Y antes de un año de gobierno más de 100 mil personas pasaron por cárceles y campos de concentración. Al mes de haber llegado al poder había suprimido las libertades civiles, a los dos meses sus principales adversarios políticos estaban huidos o tras las rejas, y el Congreso (Reichlestag) le había cedido la atribución legislativa; al cuarto mes suprimió sindicatos, al sexto los partidos de oposición. Al noveno mes desapareció a los estados (Länders), al año tres meses soltó sus perros en el Pogrom de “La Noche de los Cuchillos Largos” (30 de junio de 1934) y en ese verano reunió en él la jefatura del estado y la presidencia del gobierno. Vaya primer año.

Veamos ahora su avance contra el pensamiento. Lo primero fue implantar el miedo disuasor que paralizó y ahuyentó a los opositores, continuó con la guillotina burocrática para abrir espacios a sus leales incompetentes, luego los apresamientos ejemplares, con más contenido propagandístico y “pedagógico” que de justicia, finalmente la cooptación clientelar de masas.

Vino luego la nazificación, a través de clubes y asociaciones, los antiguos fueron cooptados o desaparecidos, los nuevos asegurados, todos bajo el control nacionalsocialista: “no había ya vida social; no podías pertenecer a un club de bolos” que no estuviese “coordinado” (nazificado).

El siguiente paso fue la propaganda —machacona y “pedagógica”— en manos de Goebbels, como Secretario de Propaganda, quien en su primer discurso confesó por objetivo: “Actuar sobre el pueblo hasta que capitule ante nosotros”. Nada cultural quedó fuera de su control en su cruzada por la “movilización del espíritu”.

Como los clubes y asociaciones, la vida intelectual, artística y creativa alemana fue “nazificada”, es decir, coordinada desde el poder. Muchos se encandilaron al principio; los que no, fueron perseguidos o se autoexiliaron. Los que dudaron o abiertamente se entregaron al nacionalsocialismo terminaron decepcionados, en campos de concentración o muertos.

Entre ellos destaca el ensayista Gottfried Benn, que deja a la señora Sheinbaum como niña de pecho: “Declaro de una forma absolutamente personal mi apoyo al nuevo estado, porque es mi pueblo el que marca aquí el camino… mi existencia mental y económica, mi idioma, mi vida, mis contactos humanos, la suma completa de mi cerebro se la debo en primer término al pueblo”, encarnado, por supuesto, en el Führer.

Renacimiento cultural” le llamaron en su afán de designar a todo con calificativos épicos, pomposos y cursis. En pleno renacimiento, el gran Heidegger, en su lección inaugural como rector de la Universidad de Friburgo, el 27 de mayo de 1933, a 17 días de la quema de libros en Alemania, habló de “estudiantes en marcha”, dejando atrás la “libertad académica negativa” y poniéndose al servicio del Estado.

En el mismo tenor, el germanista, Ernst Bertram proclamó el “levantamiento contra la racionalidad contraria a la vida, la ilustración destructora, el dogmatismo político foráneo, cualquier forma de las ‘ideas de 1789’ (Revolución Francesa), todas las tendencias antigermánicas y las tendencias extranjeras excesivas”. Cualquiera diría que el concepto orweliano de “neolengua” se inspiró en él.

La propaganda obnubiló las facultades críticas de muchos intelectuales que no alcanzaron a ver la magnitud del golpe a la libertad de pensamiento. “Dado que el caudillo, venga de donde venga, sólo puede ser nacional, su camino será el justo porque será el camino de la Nación”, escribió el director del periódico Tat. Una primera especie de la versión del “pueblo bueno”.

Pero Hitler pronto desilusionó al más entusiasta con su "irracionalismo voluntario" —y voluntarioso— y populismo primitivo que ponía el significado de la vida no en el individuo, sino en la nación y la raza.

Poco les duró el gusto a sus exaltados seguidores desde la academia, en abril del 33, a un mes de llegado al poder, expidió la nueva Ley del Funcionariado que desató purgas draconianas que terminaron en expulsiones y exilios. La Academia de las Artes prusiana implementaba un proceso de “limpieza” exigiendo lealtad al régimen. Thomas Mann y Alfred Döblin fueron de los primeros limpiados.

Las obras de Einsten, Freud, Brecht, Döblin, Remarqu, Ossietzky, Hofmannsthal, Kästner y Zuckmayer fueron proscritas por “decadencia moral” o “bolchevismo cultural”.

El nuevo espíritu tuvo su momento culminante el 10 de mayo de 1933, a tres meses de la llegada de Hitler al poder, con la quema de los libros de los “autores inaceptables”.

“Se hunde así hasta el suelo la base intelectual de la revolución de noviembre” proclamaba Goebbels en la Plaza de la Opera en Berlín aventando libros a la gigante pira de 20 mil volúmenes de poetas y filósofos, escritores y académicos que ardieron en vergüenza ante el mundo. A ello se sumaron 21 Universidades en toda Alemania.

Quien quema libros no solo busca callar el pensamiento y la discusión, quiere también acabar con la memoria, por eso impulsa también un revisionismo histórico, a la medida y comodidad de su ignorancia. Porque en su "guerra" no busca la razón, sino la victoria.

La quema fue iniciativa de la Asociación de Estudiantes Alemanes con miras a desplazar a otras organizaciones estudiantiles, algo así como la sucesión de Graue en el 2023. En aquel infausto entonces, policías y autoridades locales ayudaron a vaciar bibliotecas. La academia alemana —ya para entonces— callaba como momia o huía en estampida. Sólo se conserva lo escrito por Heinrich Heine, cuyas obras fueron reducidas a cenizas aquella noche: “Donde queman libros acaba quemándose al final también gente”.

Advertidos estamos.


Publicado en LFMOpinión.


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