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Morphine: la profunda voz del dolor

Del bajo de dos cuerdas de Mark Sandman a la delirante poesía suburbana de sus canciones, Morphine fue la banda que llevó lo "alternativo" a su justa y real dimensión.

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Por: Francisco Cirigo
  • 17/10/2021

Colaborador invitado:
Nation 27



Las luces del ritual caían sobre su figura de cavernícola bohemio provocando un sudor espeso que escurría por su frente. Su respiración se cortaba y sentía que los brazos entumecidos no le daban para otra canción, pero el amor a ese público que le correspondía con eufóricos gritos lo hacía continuar: “Gracias Palestrina. Es una hermosa noche. Es bello estar aquí y quiero dedicarles una canción supersexy”. Una opresión en el pecho que confundió con el ritmo potente de su bajeo lo empezó a embargar rápidamente y antes de poder decir algo cayó al suelo víctima de un dolor inenarrable. La gente, divertida al principio, aplaudió ese momento de histrionismo a la Ian Curtis hasta que, a la señal del saxofonista Dana Colley, se dieron cuenta que nada de teatralidad había en un infarto agudo al miocardio. Ese fue el final de Morphine.

Corría el 3 de julio de 1999 y a Mark Sandman se le escapaba su último aliento sobre el escenario del festival Nel Nome del Rock, en la ya mencionada Palestrina, Italia. Sandman, quien fungió de fundador, compositor, cantante, bajista y frontman de Morphine desde 1993, dejó de existir marcado por la tragedia y los excesos. No había de otra. Lo anunciaban sus pálidos ojos de junkie y las surcadas arrugas que invadían su rostro. Su misma banda, en el nombre, llevaba la maldición.

En un ambiente donde las bandas de rock proliferaban gracias a la influencia del Nevermind nirvaniano, Morphine surgió como una propuesta musical de carácter contrario. Ninguna banda de aquella generación encarna la verdadera esencia del término “alternativo” como Morphine. Con una alineación de Power Trio, este conjunto prácticamente prescindió del símbolo máximo del rock: la guitarra. En lugar de eso, apostaron por un bajo de dos cuerdas creado y afinado por el mismo Mark Sandman, un saxofón barítono de sonido incendiario ejecutado por el inconmensurable Dana Colley y una sección rítmica austera pero efectiva a cargo, primero de Jerome Dupree y posteriormente de Billy Conway. El éxito de sus dos primeros álbumes se debió principalmente a la difusión de boca en boca de sus escuchas, quienes hasta la fecha forman parte de esa pequeña nación de incondicionales al denso pero excitante sonido de Morphine.



La música de Morphine es fuera de serie. El slide potente de Sandman crea el marco perfecto para los arranques apoteósicos del sax de Colley, mientras que la batería doble de Dupree/Conway siempre evita que esa vorágine se desparrame creando en cada pieza un círculo sonoro repleto de paisajes sombríos, decadentes y crudos, pero también bellos, llenos de finura y de una honestidad imperecedera. Los momentos altos son frecuentes. A veces son macizos y brillantes como oscuras obsidianas, pero también los hay suaves y firmes como cuerpo de mujer. La voz de Sandman, desprovista de florituras innecesarias, contiene una profundidad cuyo único parangón podría ser el cavernoso Tom Waits.

Es imposible pretender encasillar a Morphine en un género, pues lo mismo se nutre del funk más vibrante, del garage más filoso, que de un blues enraizado y, sobretodo, de un jazz volátil e intenso. Sus mejores discos son Cure for Pain (1993) y The Night (2000). El primero es un plato de exquisitos y diversos sabores que van desde el desparpajo cachondo de “Buena”, la emancipadora “I´m Free Now”, la tierna “Candy” (con un Sandman entrañable y luminoso) y la hermosa y melancólica pieza que da título al álbum, “Cure for Pain”, que muchos consideran un atinado epitafio del bajista: “Algún día habrá una cura para el dolor. Ese día voy a tirar todas mis drogas”. Tristemente sabemos cuál terminó siendo tan anhelada “cura”.



The Night es un disco completamente diferente. Para empezar es un lanzamiento post mortem, lo cual ha acrecentado su aura mítica. Es un disco de contrastes y netas. No le da miedo airar lo peor de la miseria humana. Lo hace con una música de tonos en su mayoría graves, pero sin resistirse a embates melódicos y armónicos salvajes. Después de escuchar temas como “So Many Ways” es fácil imaginarse a la banda bajo el negro influjo del Bitches Brew (1970) de Miles Davis (no era secreta la admiración que los de Boston profesaban por el legendario trompetista). En The Night también habita una criatura romántica, como en la pieza homónima, donde la pasión se sublima en ternura y viceversa, todo esto dentro de un desolado paisaje sonoro. Una obra maestra de casi cinco minutos de música y poesía: “Eres la noche, Lilah. Pequeña niña perdida en el bosque. Un cuento de hadas, el inexplicable. Una historia para dormir, la que mantiene las cortinas cerradas. Y espero que me aguardes porque no lo lograría sin ti”.



Otro rasgo de The Night (y de toda la discografía de la morfina) es su explícito arrojo sexual, para lo cual el bajeo de Sandman era esencial, como en “A Good Woman is Hard to Find”, donde sin recato lanza la fulminante sentencia contra esas hambrientas mantises: “Ella me envolvió. Me guardó para después. No me dejó de ninguna manera penetrarla. Supongo que era lo que necesitaba. Una buena mujer es difícil de encontrar. Viviré para amar en otra ocasión. Una buena mujer es difícil de encontrar”. La atmósfera de esta canción es terrorífica, siniestra, pero también de gran sensualidad. Sólo Morphine podría lograr semejante mezcla. Este conjunto, como en el caso de otros artistas y grupos como Captain Beefheart o Primus, sólo son equiparables con ellos mismos.



A pesar de lo sencillo que es en la actualidad conseguir y escuchar música, Morphine ha permanecido como una banda underground, un gusto sólo para quienes se atreven a rascar en los más oscuros recovecos de la noche, para esos amantes a quienes el amanecer asusta o difumina. Su historia, aunque efímera y trágica, ha permanecido discreta y elegante, como la de Jeff Buckley o Steve Marriott, sin la vulgar promoción sensacionalista del “Club de los 27” o de efigies como Ian Curtis. Como diría José Agustín: “Veneradas, pero nunca venerables”.

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