Panóptico


La yunta del rencor

Acción, perdón y humildad son tres requisitos indispensables para resignificar la vida y otorgarle un nuevo comienzo. Una Nación los requiere por igual, a riesgo de empantanarse en laberintos de oscuridad y perdición, y lamer por siempre yuntas de rencor.

#TheBunkerNoticias | La yunta del rencor
Por: Luis Farias Mackey
  • 20/08/2021

A Luis Barrera




La labor no deja nada tras de sí, el esfuerzo que en ella se gasta, en ella se consume. Arendt nos dice que las cosas menos duraderas son las más necesarias para la vida y su consumo apenas sobrevive al acto de su creación. Marx la explica como “el metabolismo del hombre con la naturaleza (…) el material de la naturaleza se adapta mediante el cambio de forma a las necesidades del hombre”. Por medio de la labor la naturaleza se incorpora a la “condición humana”. La labor, además, apenas acaba cuando debe de volver a empezar: la limpieza, la preparación de alimentos, la manutención de los animales, el cultivo de los productos del campo. Para el buen jardinero todos los días son iguales, las plantas no distinguen fines de semana, días festivos ni vacaciones.

El trabajo, por su parte, es ante todo artificio humano que deja testimonio de su productividad; utensilios por y con los cuales instrumentalizamos el mundo y damos paso al mercado de instrumentos o satisfactores. Pero el trabajo ha terminado por instrumentalizar al hombre mismo y mercantilizarlo como un producto más en el mercado.

Sólo la acción hace patente al “yo” (Dante). Yo que se revela y expresa por medio del discurso y la acción. La acción distingue al agente; esa diferencia pone de manifiesto la pluralidad de agentes y esa multiplicidad crea entre nosotros un espacio que nos media, une y distingue; un mundo común; no únicamente un espacio de tierra.

Toda acción es siempre un comienzo, algo nuevo que se inserta en el mundo común; un movimiento que cimbra toda la telaraña de las relaciones humanas. El aleteo de aquella mariposa que a distancia puede llegar a ser huracán.

Fue San Agustín quien dijo: “Para que hubiera un comienzo, fue creado el hombre, antes del cual no había nadie”, ni libertad que comenzase algo, ni mundo humano en el cual comenzarlo, ni tiempo (instante) en el cual hacerlo; agregamos nosotros. No había palabra ni acción.

Pero, ¿qué pasa cuando la acción queda cautiva en un circuito de impotencia? Cuando el rencor y el resentimiento la encapsulan en un tiempo congelado que repite una y otra vez el mismo resentir sin solución; el ritornello una y otra vez de la misma inquina, del mismo dolor; el “simulacro” de una acción que no acciona nada, solo reacciona a todo.

La verdadera acción se parece mucho al concepto de “voluntad de poder” de Nietzsche. Decía Friedrich, “En verdad os digo: ¡un bien y un mal imperecederos no existen! Siempre tienen que superarse desde sí mismos”.

El concepto de voluntad de poder en Nietzsche no tiene absolutamente nada que ver con el poder político, la relación mando obediencia estatal, o el sometimiento o la sujeción de un poder temporal o religioso. Recordemos que la voluntad de poder es voluntad de vida y se enmarca en la superación de sí misma. La expresión “voluntad de poder” se refiere al ente, a un carácter fundamental del ente: “Donde encontré algo vivo, encontré voluntad de poder”.

Para Hiedegger, la voluntad de poder es la volición del volente para consigo mismo. La voluntad como resolución, soberana y pujante que involucra no sólo el querer, sino al sujeto que quiere y al objeto del querer.

Una resolución (afectación soberana) sobre sí, que toma las riendas sobre el que quiere, lo que quiere y la acción misma de su querer. Una unidad, la unidad del querer, lo querido y el queriente.

El poder no como añadido a la voluntad, sino como esencia de la voluntad misma. La voluntad de poder no se entiende como voluntad sobre algo en particular, se refiere al ser en su esencia misma, como voluntad de querer -ir-más-allá-de-sí para regresar -a-sí en su esencia.

Ahora bien, la voluntad al trabajar sobre el ser-en-sí e ir-más-allá de sí, es creadora. Creación entendida, no en el sentido de fabricar algo, sino de transformar, de sacar más de sí. De hacer brotar de la piedra la estatua.

La acción, por tanto, siempre es un más allá de sí, algo nuevo, diferente, un nuevo comienzo, un nacer.

Cuando la acción se reduce a reaccionar a un impulso adictivo, no va más allá de sí, no inaugura nuevos mundos. Es solo cobardía condenada al conocido rugir de tripas y escozor de la misma bilis.

En el resentimiento no hay actor, sino un sujeto pasivo; no hay querer, sino resurrección de irritaciones, las más de las veces doloras y enfermizas. Tampoco hay objeto del querer, no se busca nada, nada se crea, nada se transforma; todo es revivir un odio y un dolor pasados, traídos al presente en adicción al placer malsano de victimizarse.

De ahí la importancia del perdón. Hace años, antes incluso de la 4T, escribí de la necesidad del perdón en la política: “La única posibilidad de redimir lo irrevocable de la acción humana es el perdón”.

Pero, ¡ojo! No hay perdón sin humildad.

Dicen que no hay crudo que no sea humilde, pero ello no aplica al poder, porque el poder deforma, si se me permite el término —psicotiza— el entendimiento en la soberbia.

El poder no es más que una relación de mando obediencia; relación que, cuando no se entiende en los términos funcionales de la convivencia humana —que requiere de una necesaria división del trabajo, donde unos mandan, otros obedecen, algunos más hacen reglas, mientras otros las aplican y garantizan, y alguien castiga a quien las rompe—, cuando no se visualiza así, insistimos, se convierte en psicosis. Es decir, en una borrachera sin fin que impide en su propia dinámica la humildad de la cruda, la luz de la reflexión y la acción, es decir, el comienzo de una solución o juego nuevo.

Regresemos a la acción. Discurso y acción son la verdadera condición del zoon politikom, la voluntad de ir más allá de sí y de su circunstancia, de iniciar nuevos comienzos, de hacer camino al andar, de resolver verdaderamente el pasado sin extraviarse en sus meandros, complejos y neurosis. Por tanto, para iniciar algo diferente es necesario dejar ir lo conocido, perdonar, abandonar el rencor que encadena y el odio que aliena. Sí, ¡poner la otra mejilla! Mirar con otra perspectiva, salirse de la caja que contiene y esclaviza; resignificar el mundo.

Pero todo perdón exige humildad. No se puede ostentar amor al prójimo y humanismo verdadero desde el Olimpo. No se puede ir por el mundo acusando racismo, clasismo, mentira, corrupción, podredumbre, facción, lacayismo, aspiracionismo y demás lindura del mismo jaez y vacuidad, sin delatar padecer —puntual y gravemente— lo que se imputa.

Aunque parezca contradictorio, no se pueden exigir disculpas sin ofrecerlas por nuestros actos.

Pero ello es la primera parte de la ecuación; la segunda —y núcleo del problema— es que la soberbia impide al perdón, el juego nuevo (“fuego nuevo” para los mexicas). Luego entonces, imposibilita la acción y, por ende, la solución.

El comienzo de algo nuevo es siempre un acto de humildad. Por ello, la soberbia es siempre esclavitud en la soberbia.

El soberbio está condenado al laberinto de su altivez, resentimiento, reacción e impotencia.

Por eso sus alcances son lamer la yunta de su rencor. No conoce más que la misma melodía de rechinar de dientes y el mismo tufo bilioso de su rabia. No puede ir más allá. Es impotente.

La verdadera política, la del discurso y la acción, requiere de humildad de corazón y de actitud en los hechos, no de palabra. No admite simulacro alguno. Sólo así se puede ir más allá de todo aquello que condena la creación a la impotencia. La política, aunque parezca un contrasentido, exige principio de realidad, conciencia de finitud, una buena dosis de paciencia y tolerancia, y toneladas de perdón: humildad.

Cuando la política se reduce a rehacer una y otra vez el mismo coraje y la misma condena sin pasar jamás la página, el hombre reduce su acción a una labor entrópica, que se niega a sí misma, como lavar los pisos ensuciándolos o limpiar letrinas haciendo uso de ellas. Su propia acción se autoniega y anula. Energía que se pierde en la nada: el esfuerzo que en ello se gasta, en ello se consume. Sólo se acumula el resentimiento impotente y esclavizante.

El principio aristotélico de contradicción, no distingue posiciones de poder sumisión. Quien se contradice se refuta, aunque domine e imponga la conversación y su fuerza. De hecho, el poder como simple sometimiento del otro se impone en la contradicción de sí mismo y en la negación de la política y su pluralidad inherente.

La verdadera política es humilde, tolerante y crítica de sí misma.

El humilde perdona y quien perdona abre caminos a la acción verdadera y creativa. Quien no, condena al mundo a la mazmorra de sus tinieblas y miserias.

PS.- Pero hasta en esto hay perversiones. Una cosa es no perdonar ofensas verdaderas y otra es inventarlas para fingir un no perdón que no corresponde y exigirlo —con más interés que rigor y justicia— a otros: acusar una ofensa española de hace 500 años, por parte de un descendiente de español en México de segunda generación y sin más destino que el reclamo hipócrita y falso, en interesada representación de indígenas e incautos, no tiene nada que ver con nuestro tema y es —únicamente— hacerle al Tío Lelo que, en buen mexicanismo se mienta diferente.

Artículo publicado originalmente en LFMOpinion.com

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