Panóptico


De soledad a soledad

Entre la soledad de la mampara en la casilla y la soledad del poder en Palacio, media un universo de locura.

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Por: Luis Farias Mackey
  • 08/07/2021

Si de algo tiene que cuidarse el gobernante es de la soledad del poder. La literatura medieval está plagada de solitarios amurallados entre palacios y locuras.

Antes, Tiberio se aisló en Capri con sus resentimientos, Nerón en su arpa pirómana y Marco Antonio en las mieles de Cleopatra.

Poder y soledad suelen ir juntos, generalmente, a la locura. Por eso, para que el poder sea sano y productivo, debe ser compartido y limitado.

Dicen los psicólogos que los límites dan seguridad a los niños que, así, saben hasta dónde arriesgarse. Lo mismo es con el gobernante, cuando su poder es dilatado termina por vivir de espejismos.

Así lo entendieron en su sabiduría Fernando e Isabela y lo expresaron en aquel famoso: ”tanto monta, monta tanto”. Sin ello, de seguro, España seguiría bajo control moro.

Juana, su hija, lo aprendió en carne propia, pero en negativo. Primero fue su esposo, Felipe El Hermoso, quien no quiso compartir con ella el poder que le correspondía al morir Isabel La Católica, reina de Castilla. Luego fue su propio padre, Fernando El Católico, una vez muerto el hermoso; luego el hijo de la propia Juana, Carlos, Primero en España y Quinto del Sacro Imperio Romano Germánico. Finalmente, su nieto, Felipe II. Todos la acusaron de loca hasta hundirla finalmente en la locura, encerrada por más de 60 años en la torre de Tordecillas. Hundida en la locura por otra locura, la del poder.

Felipe, el esposo, enloqueció por una corona ajena. Fernando, padre de Juana, en olvido de los logros de dos coronas juntas, Castilla y Aragón. Carlos, I y V, enloqueció en un imperio donde nunca se puso el sol y Felipe, su hijo, simplemente por herencia.

Carlos, tras haber peleado contra todos, abdicó a sus coronas en su hermano Fernando y Felipe, su hijo, y se encerró por voluntad propia en el monasterio jerónimo de Yuste a morir, así como antes, contra la suya, mantuvo en encierro a su madre.

En otro tipo de reclusión, desde Versalles, ni María Antonieta ni Luis XVI vieron venirles encima la guillotina.

Porque desde el poder todo se ve chiquito y hacia abajo, en una perspectiva que engaña soberbias.

La realidad es muy otra, todos en sociedad tienen y ejercen poder, y en el poder del eslabón más débil descansa la fuerza toda de la cadena.

Por eso el voto de un anónimo y olvidado ciudadano es tan temido por el poderoso en su soledad. Porque entre la soledad del ciudadano en la mampara dentro de la casilla y la del poderoso en su palacio, a la primera no hay poder que la alcance, ni miedo que dure, ni promesa que persista. Solo está el elector y su voluntad en soberana soledad.

Contra la soledad soberana en la casilla podrán venir luego los científicos sociales a explicar post facto el voto ciudadano y los asesores del poderoso a lavar sus culpas. Pero solo hay una explicación y se llama libertad de sufragio: ciudadanía.

Libertad que es némesis de las desmesuras del poder. Hasta él y sus soledades en la cúspide llega y toca a sus puertas.

Ambos poderes son compartidos, el ciudadano, en mayoría democrática. Un voto solo es una gota de lluvia en el desierto; pero el voto mayoritario es como la Garganta del Diablo en Iguazú. Y el poder del gobernante, para ser legítimo, debe obedecer a un mandato democrático. Es, pues, en su origen, un poder acompañado y popular.

Si éste se vuelve solitario es que se aleja y aísla del pueblo, por más que de él se cuelgue discursivamente en su amurallamiento.

Pero si ambos poderes son de origen compartido, no hay similitud en las soledades. La soledad ciudadana en la mampara de casilla es creadora, libre, valiente. La soledad en Palacio es fuga, muralla, negación, prisión e impotencia.

En la soledad de poder no hay solitud, conversación con uno mismo ni reflexión; todo es silencio y oscuridad sin límites.

Límites que siempre aporta el otro cuando el poder se comparte.

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